domingo, 1 de febrero de 2009

Genocidio Armenio

Nuestro camarada ciudarrealeño y viajero Rafael Robles escribe en su blog, que recomiendo encarecidamente, porque además de tener buenas ideas está bien escrito, que el gobierno israelí no reconoce el genocidio armenio por una idea de doble moral que le debería dar vergüenza. Rafael Robles no es ingenuo, pero pensar que un político puede tener vergüenza es como creer en que los Reyes Magos son los padres.

Entrevista a un maestr del periodismo

"Siento que el oficio se está acabando"

JUAN CRUZ El País, 01/02/2009

Lo que hace a un buen reportero, decía Ben Bradlee, es la energía. Alma Guillermoprieto (reportera, mexicana, de 59 años) trabajó con él, y responde de las cabezas a los pies a esa exigencia. Enérgica y latinoamericana. Escribe para The New Yorker, para National Geographic, para The New York Review of Books, estuvo en la plantilla del Washington Post, y es una reportera que ahora forma parte de la Fundación Nuevo Periodismo que fundó Gabriel García Márquez. El libro Al pie de un volcán te escribo (Plaza y Janés, ahora casi inencontrable) es una suma de algunos de sus mejores reportajes, y es una joya en cuyo caleidoscopio se ve al milímetro el drama de América Latina, su país. Cuando la vimos, en Guadalajara, México, estaba sentada con unos alumnos de periodismo a los que les contaba su experiencia, en la cátedra Julio Cortázar que presiden Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. Y luego estuvo con Gabo platicando sobre periodismo y hablando de este oficio ante un grupo amplísimo de personas que la escucharon contar, precisamente, la raíz de su pasión por el periodismo y por América. Ese libro (y otros, Los años en que no fuimos felices, Samba) recoge no sólo su pasión, sino su forma de convertir en metáfora el dolor que ha visto; ahora ha publicado, también, Las guerras en Colombia, y de esa experiencia, que ella siempre vive en primera persona, nació una frase que es como el emblema de su manera de aparecer ante la realidad: "Hoy hace guerrilla, mañana tempestad". Ha dicho que ese reporterismo suyo, en concreto el de las guerras, le ha permitido acercarse a "La muerte como forma de vida", un asunto que la tuvo metida hasta el cuello en un drama que también era "una vida dichosa atravesada de ráfagas de sufrimiento y de rabia". Una periodista. A los chicos que le escuchaban en la cátedra Cortázar les pidió lo mismo que a los que la escucharon de noche: curiosidad, no quedarse con la primera impresión. Nosotros hablamos con esta mujer pausada y fibrosa después de la clase con los que quisieran imitarla.


"Los que ejercimos este oficio vivimos muy felices, fuimos como Marco Polo, descubridores de nuevos mundos"

"¿Qué tendríamos que hacer los periodistas que no hacemos? Reportear. En América Latina hay el gran tema del narcotráfico"

Pregunta. ¿Qué les ha enseñado a los chicos?

Respuesta. Nada. Les puse a leer sus propios textos, y a criticarse. Como para dejarles con la idea de que el periodismo en comunidad con los lectores, pero también entre ellos mismos. No hay nada más sabroso que juntarse en una cantina un jueves por la tarde una vez al mes a comentar todos los textos de la semana. Eso es un taller. Un taller mío, por lo menos.

P. ¿Qué tendríamos que hacer los periodistas que no estuviéramos haciendo?

R. Reportear. Y en América Latina y en Estados Unidos tenemos el lavado del narcotráfico como gran tema pendiente. He estado viendo The Wire, esta fantástica serie de televisión, y ahí se dice: "Cuando tú, como policías, sigues el hilo de la droga, encuentras droga. Pero cuando investigas sobre el lavado de dinero no sabes a quién vas a descubrir. Y por eso ese trabajo no se hace". Porque a lo mejor das con un secretario de Estado, con el jefe de la basura municipal. Así que en esta guerra absurda contra las drogas no se hace el trabajo más difícil y necesario...

P. ¿Por qué?

R. Porque hay demasiados intereses involucrados. El narcotráfico es un gran negocio para mucha gente: para quien cultivas las drogas, para quien reparte las drogas, para quien reparte las drogas, para quien persigue las drogas... Es un enorme negocio. Reciben enormes presupuestos del Estado cada año los policías, la policía investigativa, los jefes de seguridad... A ninguno de los participantes les interesa mucho que acabe el narcotráfico.

P. Pero, un oficio que fue capaz de acabar con el presidente de Estados Unidos, ¿cómo se para ante eso?

R. El presidente era uno solo, y era muy poco popular.

P. Y no tenía dinero.

R. Y no tenía dinero. El narcotráfico es una red que ya abarca toda Europa, todo Estados Unidos, toda América Latina, una buena parte del sureste asiático, y ahora también incluye ciertos países de África... Hay una imagen que se utiliza mucho para demostrar la inutilidad de la guerra contra las drogas. La usan, por ejemplo, los agentes de la DEA [el departamento anti estupefacientes de Estados Unidos] que después de veinte años en la lucha acaban decepcionados y dicen que combatir el narcotráfico es como pellizcar un globo de helio por un lado. En seguida acaba el chipote por otro: acabas con el narcotráfico en Bolivia y aparece en Perú. Lo persigues en Perú y aparece en Colombia, y así sucesivamente. Pero la imagen del globo es casi criminalmente incorrecta: la guerra contra las drogas, que es consecuencia de una política de criminalización de la producción y el consumo de narcóticos, produce una especie de sida. Es contagiosa, pasa de un órgano vital a otro, de un cuerpo o país al otro, deja devastación y muerte por donde pasa, y el virus del HIV no se elimina nunca del torrente sanguíneo. Una vez que un país aprende a traficar drogas, quedarán siempre en estado de latencia las redes para traficar armas, mujeres, lo que sea...

P. Una red gigantesca...

R. Y no es fácil investigarla. Pero aparte de que no es fácil, si te vas por ahí persiguiendo hilitos como hicieron Bob Woodward y Carl Bernstein... Persiguiendo un solo hilito fueron a dar con una persona, Nixon... Imagínate cuánta gente tendría que investigar cuántos hilitos para llegar a desenmarañar toda una red mundial...

P. ¿Se atrevería usted?

R. Yo sí me atrevería, pero ese trabajo se hace en equipo, a largo plazo, y con el respaldo absoluto de un medio. Pero, además, no cualquiera puede ser reportera investigativa. Los reporteros investigativos tienen cerebros muy raros.

P. ¿Cómo es ese cerebro?

R. No piensan como lo hacemos los demás. Hay una curva: mientras mejor es un reportero como investigador, peor escribe. Eso es un problema, siempre tienes que poner en el equipo a un reportero investigativo con uno que sepa escribir... Pero son pocos los que tienen esa mente capaz de juntar pedacito con pedacito y no pensar en otras cosas... Como son escasos...

P. Ben Bradlee decía que un reportero necesita energía, "la historia le lleva y es parte de su alma; mientras no la termina no ha acabado". Y Woodward dice que los buenos reporteros no dejan que la velocidad o la impaciencia les rompa una historia.

R. Eso es universalmente válido... Ahora estábamos hablando el taller de la necesidad de ser persistentes a pesar de tener encima la hora de entrega... Aunque yo tengo el lujo de no tener que preocuparme de una hora de entrega todos los días. Siempre hay que perseguir la historia hasta el final de su ciclo, no hasta el final de la historia, puesto que las historias nunca terminan, pero hasta el final de ese ciclo de reportería. Por otro lado, a los que tenemos nuestra edad ya nos resulta difícil mantener esa energía, ese amor absoluto por el oficio.

P. ¿No tiene usted esa energía?

R. Me cuesta más trabajo cada vez renovarla. Pero no porque me haya cansado del oficio sino porque siento que el oficio se está acabando.

P. ¿Tan gravemente?

R. Sí, yo creo que tan gravemente. Creo que realmente ahora somos un poquito dinosaurios.

P. ¿¡Qué me dice!?

R. Yo cada vez tengo menos tiempo para leer. Y además cada día me fascina más la nueva tecnología. Me paso horas en Internet ¡porque es fascinante!

P. ¿Y eso nos convierte en dinosaurios?

R. Nos convierte en dinosaurios porque yo por lo menos escribo para la gente a la que le gusta leer. Nunca le he tomado el tiempo, pero me imagino que para leer un artículo mío una persona le tiene que dedicar una hora seguidita. ¿Quién hoy en día le dedica una hora seguida a un pinche artículo sobre América Latina que no le va a ser para nada?

P. Dice usted que el gran asunto es el narcotráfico. Pero los periodistas no lo pueden hacer. ¿Qué pasa?

R. Es fácil en cualquier guerra encontrar periodistas jóvenes y valientes, hombres y mujeres, que se lanzan a la primera trinchera del frente. "¡Yo voy, yo voy!" Se lanzan porque son jóvenes, porque están convencidos de que no les va a pasar nada, porque confían en tener la maña suficiente como para que no les pase nada, y porque saben por donde vienen las balas... En el narcotráfico tú te metes en un túnel negro y no sabes de dónde te van a disparar. Eso no es lo mismo. Encontrar al reportero valiente, o a la reportera valiente, para eso es muy complicado. Y no es justo que un editor lo exija. Esa es una parte del problema.

P. ¿Y la otra?

R. La otra parte del problema es que en América Latina, desgraciadamente, hay una larga tradición de corrupción. En México y en otros países se tiene que luchar contra el chayote famoso, el dinero que se le reparte cada mes al reportero de la fuente. Y si el narcotráfico es capaz de corromper a la INTERPOL en México, ¿cómo no va a corromper a un pobre periodista que gana ocho mil pesos al mes? ¿Cómo sobreviven los periodistas en el oficio? Esa es la pregunta realmente preocupante en América Latina. Una vez que tú puedes garantizarle la supervivencia económica a una periodista, puedes empezar a pedirle que arriesgue su supervivencia física.

P. O sea que también es una cuestión empresarial.

R. Es completamente empresarial. Además, si tú estás reporteando y tienes la más leve sospecha de que el jefe de sección de política no es que necesariamente simpatice con el narcotráfico, pero que va a tapar la nota para que no meterse en problemas, ¿para qué te arriesgas? Son muchos los niveles que impiden estructuralmente que el narcotráfico se reportee como es debido. Y, sin embargo, se hace bastante; algo sabemos de lo que quieren esconder.

P. ¿Qué ha tenido que pasar para que una gran periodista latinoamericana, quizá la más importante del mundo de habla española, diga que somos unos dinosaurios?

R. Lo que siempre pasa para que entre en extinción un oficio: una nueva tecnología que lo supera.

P. ¿Lo supera tanto como para dejarnos obsoletos?

R. Sí. En cuanto no haya una reacción fundamental en contra de todo lo sea Internet, sí, sí la va a superar. Mira: yo me subo todos los días al sitio de The New York Times en Internet ¡y es una maravilla! ¿Qué soy yo? Soy una cronista que se ocupa de juntar palabras de manera que mis lectores tengan la sensación de haber estado en un lugar, de haber entendido algo importante y se hayan emocionado. Más o menos esa es mi ambición. Bueno, pues en una página del sitio del New York Times tienes la nota, tienes los links, y no necesariamente habrás pasado por un momento trascendental, pero en la misma hora o cuarenta minutos que le dedicas a un texto mío podrás haber elegido entre un menú multimedia muy seductor, muy inmediato, muy informativo, y a veces también muy conmovedor.

P. Pero leer produce una sensación mayor de información, de discernimiento. Discutes con el texto. Lo otro te convierte en un ser pasivo, ¿no?

R. No, no creo que Internet te convierta en un ser pasivo. Creo que viendo la televisión te conviertes en un ser totalmente pasivo. ¿Qué creo? Creo que la acción espiritual de leer, leer comprometidamente como leemos los de nuestra generación todavía y los muchachos a los que doy clase en la Universidad, es un acto espiritual, un acto de profunda comunicación a niveles que no son tangibles ni físicos entre la autora y el lector. Tú terminas un libro o un artículo en el cual te has metido profundamente y has creado otro mundo. Esa experiencia de lectura profunda no se reemplaza con nada. Quizá la gente se dé cuenta de eso en algún momento y redescubra la lectura.

P. O sea que por fin optimista.

R. No: anhelante.

P. Pero usted es de una raza periodística que ha vivido de la verificación, mientras que en Internet hay luces y sombras...

R. Absolutamente, nosotros hemos vivido armando mundos coherentes... Los muchachos tienen esas ganas de navegar (y navegar es la palabra exacta) por la red, navegar infinitamente. Un texto es una escultura, una vasija de barro, una cosa completa y encerrada en sí misma. Y eso seduce todavía a los muchachos en las clases que estoy dictando en la Universidad de Chicago. Y estos chicos a los que he enseñado hoy en el taller me han nombrado un montón de libros que yo no he leído y que ellos han leído con pasión. Visto eso a lo mejor sí estoy siendo demasiado pesimista... Pero, bueno, estamos en medio de esta crisis económica mundial, y esa crisis refuerza la de los medios y yo la resiento, la resiento porque estoy nadando en medio de ella.

P. ¿Cómo hemos llegado a esta crisis?

R. Sin saberlo, sin darnos cuenta, un día aporendimos a usar una computadora... Me acuerdo que escribí mi primer libro en una computadora con letras verdaes, iba clac, clac, clac..., iban apareciendo unas letritas verdes en una pantalla negra... Ninguno de nosotros fue capaz de imaginar lo que iba a pasar entonces. Creo que los medios se montaron muy tarde en el cambio, y eso fue lo que hizo que llegáramos a esta situación. Y otra cosa ha sido que, hasta donde yo entiendo, y no entiendo nada de plata, ningún medio ha sido capaz de aprender a vender en la red algo que los usuarios quieran comprar sin saltarse los anuncios... El día que se descubra eso los medios van a ser hipermillonarios y van a poder tener una cantidad de reporteros repartidos por el mundo, otra vez haciendo cobertura internacional.

P. La red ofrece un instrumento para navegar, pero no es el barco.

R. Cada día es más el barco, y yo no tengo la menor duda de que los periodistas jóvenes van a armar ese barco, le van a poner el velamen, le van a poner el figurón de proa, le van a poner los remos, le van a poner las velas y lo van a llevar adonde sea. No tengo la menor duda de eso.

P. O sea que su generación, que es también la de este periodista que le pregunta, va a tener que decir de veras adiós a Gutenberg del todo...

R. Es que es raro un novelista que produzca una gran obra después de haber cumplido los 60 años. Escasea. ¿Por qué no ha de suceder lo mismo con nosotros, los periodistas?

P. ¿Cómo se hizo usted periodista?

R. Por accidente, en 1978. Mi madre tenía un amigo que era periodista, editor de Latinamerican Newsletters. John Rettie. Necesitaba una persona que le enviara material, y me quiso convencer... Acabé diciéndole que sí. Y le enviaba un resumen de lo que leía en los periódicos... Seis meses más tarde vi en la televisión a un conjunto de gente dichosa en un lugar llamado Managua, acompañando a unos muchos guerrilleros... Acababan de canjear a sus presos encarcelados por la centena de reos que se habían tomado en el edificio del Congreso del dictador Anastasio Somoza. Me dije: "¡Quiero estar ahí mañana!" Pedí dinero prestado para el pasaje. ¡Queria estar ahí! El golpe de Estado de Pinochet en Chile me había deshecho el corazón, y cuando cinco años más tarde se produce esta cosa maravillosa yo me quiero subir al avión y verlo. Llamé a John para decirle que me iba a ausentar, y me preguntó por qué. Para que no se enojara le dije que porque unos periódicos y revistas muy importantes de México me lo habían pedido.

P. Era mentira.

R. Por supuesto. Y él se ofreció a pagar los gastos... Mis maestros fueron mis colegas, que se divirtieron mucho que no era ni siquiera novata sino una loca que había llegado ahí a querer aprender periodismo, o más bien cómo era eso de vivir una revolución haciendo periodismo. Todos los periodistas estaban en el único hotel moderno de Managua, el Intercontinental. Ahí estaba el corresponsal del New York Times de entonces en México, Alan Riding, a quien habían conocido por medio de John Rettie. Le dije: "Ayúdame porque no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo aquí". Alan me ayudó, me ayudaron los demás, me fui con la bola, tuve la suerte de llegar a un lugar donde había una bola de periodistas, y le hice la primera entrevista a Sergio Ramírez.

P. Ahí empezó todo.

R. Ahí empezó todo.

P. Y la historia de su trabajo parece una respuesta a Rettie: ha contado América Latina. ¿Qué hace el periodismo por contar que aquí además de problemas hay energía?

R. Una de las cosas que se han de hacer es empezar a vivirnos como latinoamericanos... Tenemos una lengua, una religión, grandes aspectos culturales en común, y hasta hace quince años yo diría que hemos vivido en perfecto aislamiento los unos de los otros, sin instituciones latinoamericanas. Entonces, ¿qué reivindico del Che a estas alturas? Que fue el primer latinoamericano, que se vivió a sí mismo como latinoamericano. ¿Cuántas instituciones latinoamericanas hay? Muy pocas. Creo que la Fundación de Nuevo Periodismo, de la que me enorgullece formar parte, es una de las primeras y de las más importantes instituciones latinoamericanas, porque tenemos talleres a los que acuden periodistas jóvenes de todos los países de América Latina, y conviven y se descubren a sí mismos como latinoamericanos. Eso a mi me parece maravilloso. Crear un periodismo latinoamericano empieza por ahí, por ser conscientes de que existimos como tal. De repente surgen medios latinoamericanos como El Gatopardo, que ha sido muy importante en ese sentido. EL PAÍS ya se puede leer en toda América Latina, porque es un medio iberoamericano... España va descubriendo América Latina como una zona con la que se puede dialogar y como una zona de renovación vital, me atrevo a decir, para una España que lleva demasiados años existiendo en la rutina.

P. Le decía a los estudiantes los errores que cometemos los periodistas. ¿Cuáles son los más graves?

R. El sentimentalismo, la condescendencia, la pobretería. Vamos a reportear siempre a los pobres porque ellos no tienen abogados, no nos van a montar una demanda por lo que digamos de ellos. Insisto en que deberíamos reportear a los ricos con la misma obstinación, pero no lo hacemos porque los ricos tienen poder. Otro error: confundir la denuncia con ser contestatario.

P. ¿Qué aprendió de este oficio, Alma?

R. Del oficio, no sé. Te cuento lo que he aprendido reporteando en este mundo en el que vivo. En América Latina la inmensa mayoría de la población es pobre, y yo por una simple cuestión de representatividad democrática le he dedicado treinta años a escribir sobre esa mayoría. La gente a la que yo he reporteado ha resultado siempre más mañosa, más capaz de sobrevivir, más llena de humor, más irreverente y más sagaz de lo que nosotros pensamos. No viven en la autocompasión, de manera que he intentado no escribir nunca buscando que mis lectores digan: "¡Ay, pobrecitos de los pobres!" Es una región muy vital, llena de gente absolutamente decidida a salir adelante.

P. Dentro de poco, 60 años. ¿Reportera para siempre?

R. De momento, jardinera para siempre. Yo ahorita tengo ganas de regresar a mi jardín... ¿Te acuerdas de ese momento final de Candide, de Voltaire? Candide se encuentra con su viejo amigo el doctor Pangloss y con su amada; después de haber pasado por todas las guerras, desastre, plagas y torturas, Voltaire hace decir a su personaje, Candide: "Y ahora, mis amigos, hay que ir a trabajar al jardín"...

P. ¿Y hemos sido felices en este oficio?

R. Insisto en que este oficio está muriendo porque no le veo alternativa, pero con eso no quiero decir nada patético... Cuando a mi me hagan la entrevista de los últimos de la especie quiero que quede claro que los que ejercimos este oficio vivimos muy felices, muy sabrosamente, que fuimos como Marco Polo, descubridores de nuevos mundos, y que el escribir, el reportear, el viajar, el comer tortas ahogadas en Jalisco y ostras y champán en París, caminar por paisajes que embelesan y conversar con la gente que más ha sufrido o que más alegría ha dado o que más nos ha inspirado a todos, presenciar los hechos que han conmovido al mundo y vivir, como los gatos, siete vidas en una sola..., todo eso ha sido un privilegio y una maravilla.

El castigo a los vencidos

El castigo a los vencidos

JULIÁN CASANOVA El País, 01/02/2009

El 26 de enero de 1939 las tropas de general Franco entraron en Barcelona. Unos días después, el 9 de febrero, "próxima la total liberación de España", Franco firmó en Burgos la Ley de Responsabilidades Políticas, el primer asalto de la violencia vengadora sobre la que se asentó la Dictadura. La ley declaraba "la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas" que, desde el 1 de octubre de 1934, "contribuyeron a crear o agravar la subversión de todo orden de que se hizo víctima a España", y las que, a partir del 18 de julio de 1936, "se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave".
Cientos de miles de españoles participaron en el terror que Franco desató contra los republicanos
Todos los partidos que habían integrado el Frente Popular, y sus "aliados, las organizaciones separatistas", quedaban "fuera de la Ley" y sufrirían "la pérdida absoluta de sus derechos de toda clase y la pérdida de todos sus bienes", que pasarían "íntegramente a ser propiedad del Estado".


La puesta en marcha de ese engranaje represivo y confiscador causó estragos entre los rojos y los vencidos, abriendo la veda para una persecución arbitraria y extrajudicial que en la vida cotidiana desembocó muy a menudo en el saqueo y en el pillaje. Hasta octubre de 1941 se habían abierto 125.286 expedientes y unas 200.000 personas más sufrieron la "fuerza de la justicia" de esa ley en los años siguientes. La ley quedó derogada el 13 de abril de 1945, pero las decenas de expedientes en trámite siguieron su curso hasta el 10 de noviembre de 1966.

Las sanciones que la ley preveía eran durísimas y podían ser, según el artículo 8, de tres tipos: "restrictivas de la actividad", con la inhabilitación absoluta y especial para el ejercicio de profesiones; "limitativas de la libertad de residencia", que conllevaba el extrañamiento, la "relegación a nuestras posesiones africanas", el confinamiento o el destierro; y "económicas", con pérdida total o parcial de los bienes y pagos de multas. Ilustres republicanos, autoridades políticas y dirigentes sindicales cayeron bajo el peso de esa ley, que castigó a miles de personas ya asesinadas, desterradas, exiliadas, presas o "en paradero desconocido". Los afectados y sus familiares, condenados por los tribunales y señalados por los vecinos, quedaban hundidos en la más absoluta miseria.

De acuerdo con la ley, el juez instructor debería pedir "la urgente remisión de informes del presunto responsable al Alcalde, al Jefe Local de Falange, Cura Párroco y Comandante del puesto de la Guardia Civil del pueblo en que aquél tenga su vecindad o su último domicilio, acerca de los antecedentes políticos y sociales del mismo, anteriores y posteriores al 18 de julio de 1936".
La ley marcaba así el círculo de autoridades poderoso y omnipresente, de ilimitado poder coercitivo y administrativo, que iba a controlar durante los largos años de la paz de Franco haciendas y vidas de los ciudadanos: el alcalde, que era además jefe local del Movimiento, el comandante de puesto de la Guardia Civil y el párroco, una triada de dominio político, militar y religioso.


La Ley de Responsabilidades Políticas brindó la oportunidad a la Iglesia católica, por medio de los párrocos, de convertirse en una agencia de investigación parapolicial. No era suficiente con que la Iglesia, colmada de privilegios con la victoria, recuperara su papel de guardián de la buena moral y de las buenas costumbres. Los párrocos se convirtieron, gracias a esa ley, en investigadores públicos del pasado de todo vecino sospechoso de haber "subvertido el orden" y, por supuesto, de haber "atacado a la Iglesia", acusaciones bajo las que podían implicar a los supuestos responsables y a toda su familia. Con sus informes, aprobaron el exterminio legal organizado por los vencedores y se involucraron hasta la médula en la red de sentimientos de venganza, envidias, odios y enemistades que envolvió la vida cotidiana de esas pequeñas comunidades rurales en la posguerra.

Los odios, las venganzas y el rencor alimentaron el afán de rapiña sobre los miles de puestos que los asesinados y represaliados habían dejado libres en la administración del Estado, en los ayuntamientos e instituciones provinciales y locales. Un porcentaje elevadísimo de las plazas "vacantes", hasta el 80%, se reservaba para ex combatientes, ex cautivos, familiares de los mártires de la Cruzada, y para tener acceso al resto había que demostrar una total lealtad a los principios de los vencedores. Ahí residía una de las bases de apoyo duradero a la dictadura de Franco, la "adhesión inquebrantable" de todos aquellos beneficiados por la victoria.

Miles de fichas e informes de las fuerzas de seguridad, de los clérigos, de los falangistas, avales y salvoconductos, descubiertos por los historiadores en los últimos años en decenas de archivos, dan testimonio del grado de implicación de una parte importante de la población en ese sistema de terror. Hubo cientos de miles de personas que habían luchado en el bando vencedor, que aceptaron la legitimidad de ese régimen forjado en un pacto de sangre, que adoraban a Franco por haberles librado de los revolucionarios, por ofrecerles "paz y tranquilidad". Sin esa participación ciudadana, el terror hubiera quedado reducido a fuerza y coerción. Conviene recordarlo ahora, 70 años después de que todo aquello comenzara, como una forma de resistencia frente al silencio y la falsificación de los hechos.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

sábado, 31 de enero de 2009

Sorpresa

Sorpresa

JUAN JOSÉ MILLÁS El País, 30/01/2009

Ignoro si estaba en la intención de los anunciantes, pero lo del autobús ateo parece una respuesta irónica y amable a siglos de intolerancia religiosa. El cardenal Rouco Varela, por su edad, debe de recordar perfectamente cuando en este país te pedían el certificado de bautismo hasta para ir al baño (el de penales y el de bautismo, no siempre en este orden). Tal vez el propio Rouco los expedía y los cobraba, pues costaban un dinero. Por su edad, debe de recordar también los días en los que la Iglesia tenía el monopolio absoluto de la educación (que no se trataba precisamente de una educación para la ciudadanía). Quizá no haya olvidado los métodos violentos (tanto desde el punto de vista físico como psicológico) con los que te metían la idea de Dios (de su Dios) por donde te cupiera. No es tan mayor como para no haber visto las procesiones en las que Franco era llevado bajo palio junto al Altísimo. Quizá él mismo sostuvo alguno de los palos del dosel. Aún sin saber a ciencia cierta su fecha de nacimiento, estoy seguro de que le tuvieron que llegar noticias de las barbaridades perpetradas por los curas castrenses en el ejército del Generalísimo. Quizá en algún momento de insomnio (a su edad abundan) le vengan a la memoria los tribunales eclesiásticos, auténticos tenderetes jurídicos donde los ricos anulaban sus matrimonios mientras a los pobres se les prohibía el divorcio. Dadas sus responsabilidades actuales, Rouco no puede ignorar las dificultades que la Iglesia pone a quienes, habiendo sido bautizados a la fuerza, pretenden apostatar de ese Dios tan simpático (y tan hábil para los negocios). Y conste que no hablamos de Galileo ni de la Inquisición, sino de ayer mismo, de cosas que han visto personas como yo. De ahí que sorprenda tanto su virulenta reacción frente a una campaña ingenua y en absoluto agresiva.

domingo, 18 de enero de 2009

Un periodista, Jean Daniel

REPORTAJE: MAESTROS DEL PERIODISMO
Jean Daniel Fundador de 'Le Nouvel Observateur'

"La capacidad de hacer el mal que tiene el periodista es devastadora"
JUAN CRUZ El País, 18/01/2009


Jean Daniel tiene su estudio lleno de fotografías, y entre todas destaca las que guarda de su maestro, Albert Camus, que es para él no sólo un paisano (Argelia les une, la guerra de Argelia les dividió) sino una fuente constante de inspiración. Le acaba de dedicar un libro, Camus a contracorriente (Galaxia Gutenberg), que es al tiempo un homenaje al periodista e intelectual que fue premio Nobel de Literatura, sino que es también un libro de estilo para ejercer este oficio.


En ese libro hay una imagen, de la que no hay fotos, en las que se ve a Camus entrando en una boîte, con sus colegas del periódico Combat, resistente contra la ocupación nazi de París; habían hecho un buen periódico ese día, Camus estaba exultante y al entrar a la sala de copas exclamó: "¡Vale la pena luchar por una profesión como esta!" Jean Daniel tiene una larga trayectoria como periodista, acaso el más influyente de Francia en algún momento, sobre todo como director y cabeza pensante de Le Nouvel Observateur, una revista elitista que él decidió convertir en un magazine de gran tirada sin disminuirle su ambición cultural.


En esa abigarrada colección de fotos que son las cuatro paredes de su estudio parisino hay alguna muesca de ese éxito, por ejemplo una información que le recuerda que en 1978 fue elegido el mejor periodista francés, el premio Príncipe de Asturias que le concedió la Fundación Príncipe de Asturias, y otras señales de su gran influencia, cerca, por ejemplo, del presidente Mitterrand. Es complicado escribir (en prensa) sobre los amigos políticos, pero en libros lo hace y lo hará, "porque ahí me puedo detener en detalles".

Ya tiene 88 años, mantiene alertas todas sus facultades, escribe sus artículos (también para EL PAÍS), viaja, presenta libros, y está en permanente contacto con la revista. Y con la realidad. Detrás de su asiento está la portada del New York Times del último 5 de noviembre; en primera página, el gran periódico norteamericano le cita como un referente izquierdista europeo que ha glosado "la épica" gloriosa de Barack Obama, y él está feliz con ese recorte, que tiene enmarcado. Su aversión a las fotos, dicen, es una cuestión de coquetería de un galán que ya ha juntado demasiados años como para que no haya caído alguno sobre su rostro, pero Mordzinsky le sacó unos retratos a los que él accedió con su buen humor cansado. ¿Y aquella frase de Camus? ¿Vale la pena luchar por este oficio? De eso le preguntamos, pero antes hablamos de él, de cómo empezó.

Pregunta. Empezaré por una pregunta que usted le hizo a Albert Camus. ¿Cómo ha llegado usted a ser periodista?

Respuesta. Por casualidad. En mi generación los jóvenes con posibilidades de escribir no diferenciaban entre la filosofía, la literatura, el compromiso político y el periodismo; eran cuatro tentaciones. Los dioses de esta época, los maestros del pensamiento de estos jóvenes, eran americanos: Hemingway, Dos Passos, Steinbeck...; en Francia, Malraux, que hizo aquel reportaje sobre la guerra en Teruel... Era gente que lo hacía todo: el compromiso político, la literatura, la filosofía -no siempre-, y el periodismo. Así que cuando se es joven y se han cursado estudios de humanismo no es necesario hacer una elección entre los cuatro. Si se elige uno se eligen también los otros, no se sacrifica nada. Cuando empecé a escribir siempre fue con la idea de que si hacía un artículo podía hacer un libro. ¿Y qué lo decidió todo? En primer lugar, encontrar a Camus.
P. Un encuentro trascendental.


R. Yo era muy, muy joven, y fue una suerte encontrar a Camus; yo hacía una revista, Caliban, y él me quiso conocer. Otra de las causas de nuestro encuentro fue la guerra de Argelia... Si no hubiera existido esa guerra, que fue tan importante para Francia, para el mundo árabe y para el mundo en general, no hubiera escrito sobre Argelia, probablemente, y quizá no hubiera tenido con él una relación tan intensa... Y desde que me hice periodista nunca he dejado de estar poseído por la necesidad de los libros. He escrito unos veinticuatro libros, y eso distribuye mis anhelos. Pero ha sido muy difícil hacerlos siendo director de periódico. Ser director de periódico no es lo mismo que ser periodista, en absoluto. A menudo es incluso peor. Está la presión de tener a jóvenes a tu lado; hay que animarles, hay que crear con ellos, la gente te concede poderes.

P. ¿Y qué papel le gusta más, periodista o director?

R. No tienen nada que ver. Siempre me han gustado mucho los grandes reportajes. Los reportajes míos que han tenido más éxito son como pequeñas novelas. Sin quererlo, salieron espontáneamente. Me gustaba descubrir un país, interesarme por unos hombres, unas situaciones... Elegía países donde habían vivido hombres que admiraba. Ese fue un gran momento. La dirección me ha apasionado porque tenía la ambición, quizá pretenciosa, de crear otra cosa, no hacer lo mismo que los demás. Siempre se quiere hacer algo diferente, y yo quería crear periodismo cultural. En este sentido la dirección me interesaba. Pero, ¿cuál es el problema? El periodismo es un equilibrio entre la imagen y la rentabilidad del periódico. Un periódico cultural no es para el público en general. Me he rodeado de las personas más competentes y he tenido uno de los mejores equipos de Europa. Y todos han destacado; algunos están en la Academia francesa, otros en la de Bellas Artes, todos han conseguido algo, y el periódico ha destacado sin romper su imagen ni su rentabilidad. De ese equilibrio estoy orgulloso.

P. Se interesa por las personas. Y por el poder. ¿Cómo debe ser la relación del periodista con el poder?

R. El poder fascina. Fascina a los periodistas muy a menudo porque si tienen el gusto por la literatura quieren saber cómo se hace la historia... La historia: los pueblos la sufren, los dictadores (o los poderosos) la hacen, y los periodistas la contemplan para describirla. Los periodistas están entre el poder y la historia. Y han de saber cómo funciona el poder, con la condición de que la fascinación no caiga en la complacencia, la indulgencia y la corrupción... Con esas condiciones es muy interesante ver cómo funciona un hombre que detenta todos los poderes. En este momento hay que desconfiar de todo, hasta del más mínimo detalle. A mi siempre me invitaban, siempre, y tenía un método: o rechazaba la invitación o la aceptaba haciéndola notar. Una vez me invitó el Rey de Marruecos a un gran hotel de Marrakech, y me dijeron que sería ofensivo si pagaba yo la cuenta. Acepté la invitación e hice un donativo por ese importe para obras benéficas de la ciudad, e hice público el gesto... Es muy difícil juzgar con rigor y objetivamente a gente que tienes frente a ti. Tiene que haber una disciplina, sobre todo si estás muy interesado en esas personas; y debes cuidar en todo momento cada detalle.

A mi me han ofrecido de todo: una casa en México, en Túnez también querían ser muy amables conmigo... He tenido la tendencia a ser más crítico cuanto mejor me recibían. Pero la relación del poder con la prensa es un problema en los dos sentidos. He conocido periodos en que había corrupción de los periodistas, pero he conocido periodos en los que existía acoso de los periodistas. Un hombre con poder es un hombre que esconde algo y hay que descubrirlo. Hay que descubrir el crimen. ¿Qué crimen? No se sabe, pero hay que descubrirlo. Es una actitud equivocada pensar que siempre hay un crimen. Existen los dos excesos, y ahora existe el exceso de la transparencia: no se sabe qué crimen hay pero hay que descubrirlo.

Es cierto que un dictador lo esconde todo, y nuestro papel es descubrir qué esconde. Pero se han pasado los límites: la filosofía de la transparencia, cuando se lleva hasta el extremo, por virtud o por vicio, llega hasta la violación de la vida privada. Y existe una intromisión nueva, la intrusión de la fotografía en la vida íntima... Cuando se traspasan los límites se llega a aberraciones. Mire lo que ha pasado ahora con Milan Kundera, el gran novelista checo, acusado de haber denunciado a un compañero... En aquel tiempo él tenía veinte años, ahora tiene setenta. No había pruebas. Los periodistas se fueron a Praga y no encontraron pruebas. Pero hubo un titular junto a una gran foto de Kundera: Kundera habría sido... Y con ese condicional, la enorme foto y el titular ya Kundera es... El texto en sí era honesto, pero el lector se fija tan solo en la imagen, y en la fuerza del condicional. El fin del periodismo es escribir, el texto. Pero en esa información existe sólo la fuerza de la imagen, la fuerza del título y la fuerza del condicional. Quizá el periodista fuera honesto, pero mire usted el resultado.

P. Es el principio de la calumnia.

R. Absolutamente, salvo que la calumnia ahora se apoya en las nuevas tecnologías.

P. En la dispersión de los rumores.

R. No es exactamente eso. Hace algunos años sí se producía la difusión del rumor, un término que arranca de Beaumarchais. Pero ahora lo nuevo es la presentación de las noticias. Enciendes la televisión y ves una cara. ¿Qué ha hecho? Y después de la cara alguien dice: "Ha sido acusado de ..." Sin pruebas. No es sólo la difusión del rumor, es la fuerza que se da a la presentación del rumor.

P. Internet es un instrumento que difunde rápidamente todo lo que toca.

R. Sí, es una posibilidad de multiplicación del rumor.

P. ¿Cuál es su posición sobre el porvenir de la prensa a partir de la aparición de este poderoso instrumento?

R. ¡Si yo lo supiera! Saberlo es muy importante para mucha gente, también para los editores de periódicos. Es verdad que existe una crisis de la prensa; puede ocurrir que los periódicos de hoy sean suplementos de Internet. La realidad será Internet. Es una posibilidad. Con el libro no va a pasar lo mismo. Se ha demostrado que la gente quiere tener algo en las manos, un objeto como este. Hay algo de mágico en el libro, la forma, las páginas...

P. ¿Y qué aporta Internet al periodismo?

R. A los periodistas les aporta el gusto por la velocidad. La posibilidad de que cualquiera pueda contestar a cualquiera. El hecho de que todo el mundo pueda ser un periodista, y, en este caso, que los propios periodistas ya no crean en ellos mismos, porque se les cuestiona en todo momento. Se está produciendo un descrédito de la función del periodista.

P. Que se preparó para ser periodista.

R. Todo ese itinerario de preparación, que terminaba con un estatuto de prestigio y de autoridad del periodista, es destruido por la repentina aparición de alguien que ha encontrado una foto y la pone en Internet. Y esa foto puede destruir a alguien. Hay ventajas, no son para el periodista, pero hay ventajas. Es el sueño de la opinión pública, es verdad que se le abre una posibilidad infinita a la capacidad de expresarse. Pero lo que le decía con respecto al peligro que hay en esta situación supone una preocupación para mi.

P. Camus decía que el periodismo era la información crítica. Acaso la velocidad puede cambiar esa definición de periodismo.

R. No es forzosamente malo reaccionar ante las opiniones. Además, esa velocidad proporciona una impresión inmediata del sentir popular. Todo no es malo, no. Se puede saber de manera instantánea si lo que uno escribe suscita interés... Pero es cierto que todo el mundo tiene miedo. Y hay gente que explota ese miedo y piensan que Internet va a acabar con la prensa escrita, que cada vez va a haber más prensa gratuita, y que los periódicos serán suplementos de Internet. Yo no estoy capacitado para hacer una predicción. ¡Y además no soy un magnate de la prensa! Soy tan solo director de Redacción, y soy el único director de periódico que no tiene ni una acción de la compañía. ¿Se da cuenta de lo que esto supone?

P. Debe ser muy bueno para un periodista... Balzac decía que si la prensa no existiera había que procurar no inventarla...

R. ¡Lo decía porque ya existía, existió siempre! En el sentido moderno existe desde Gutenberg y desde la invención del correo. Pero antes de todo eso había personas que repetían las cosas, gente que distribuía gacetas, libelos..., existía la necesidad de repetir lo que pasaba. ¿Qué es el periodismo? Es decir a otro lo que uno sabe y el otro desconoce. Es tratar de saber algo incluso con riesgo de tu vida, como el corredor de Maratón que va a llevar la noticia de la victoria de los atenienses. ¿Hay porteros en España?

P. Sí, y hubo serenos.

R. Pues cuando un portero va a contarle a otro qué pasa en su casa, eso es el principio del periodismo.

P. En su libro sobre Albert Camus usted recoge cuatro pautas sobre las obligaciones de un periodista: "Reconocer el totalitarismo y denunciarlo. No mentir y saber confesar lo que se ignora. Negarse a dominar. Negarse siempre y eludiendo cualquier pretexto a toda clase de despotismo, incluso provisional". ¿Cuáles son para usted las obligaciones de un periodista hoy?

R. La lista de Camus sigue vigente. ¿Qué hay que agregar a esa lista? Probablemente, la capacidad de conocer las nuevas trampas de la tecnología. Cuando Camus enumera esas obligaciones no existía aun la televisión. Y el reino de la imagen lo ha cambiado todo, incluso la forma de escribir. Imagine un novelista que escribe una novela y en cada párrafo alguien le dijera que su nivel de audiencia baja o sube. ¡Escribir en función de la reacción inmediata del lector! La gran innovación que ha incrementado los temores enunciados por Camus es la simultaneidad, la ubicuidad, el hecho de que cuando alguien habla faltan segundos para que lo sepa toda la Tierra. Es algo extraordinario.

P. Esa simultaneidad afecta también a la vida privada, otra de sus preocupaciones. Dice usted que la amenaza a la vida privada es el peor defecto del periodismo actual.

R. Somos muchos los que pensamos eso; hay mucha gente que piensa que la transparencia es algo muy importante, y que si la vida pública se ha mezclado con la vida privada el lector tiene derecho a conocer ésta. Es una postura, y no es la mía en absoluto. Pero hay gente de alto nivel que piensa eso. Piensan que si Berlusconi mezcla su vida pública con sus intereses privados tenemos derecho a conocer detalles de esos hechos. Hay gente que no es deshonesta que piensa eso. Y eso nos puede llevar muy lejos.

P. Por eso dice usted que el periodista tiene un poder injusto.

R. Naturalmente, muy a menudo es así. La capacidad de hacer el mal que tiene el periodista es devastadora. En un día o en una hora se puede deshacer una reputación, se puede transformar a alguien que tiene fama de ser honesto en un terrible malhechor. Es un poder terrible.

P. ¿Y cómo se puede limitar ese poder sin llegar a la censura?

R. Es una apreciación difícil que depende en primer lugar del director de Redacción, del redactor jefe, del jefe de departamento, de la forma como se concibe el periódico. Esto pasa de paredes para adentro, no hace falta una ley para eso.

P. Usted advierte, como Camus, contra la primicia: es mejor verificar que lanzarse con una noticia que está segura, no hace falta ser los primeros...

R. Es mejor ser el segundo pero verídico que el primero pero equivocado. Todo el mundo quiere ser el primero... En la época de Camus había un gran asunto, la violencia, y él quería ahondar más en eso, el asunto de las primicias estaba en segundo lugar... Hablé con él muchas veces de eso: cuándo acabará el Mal, cómo se da respuesta a la agresión, ¿se llega a imitar al enemigo? ¿Qué porvenir tendrá nuestra Causa si empleamos las mismas armas que nuestros enemigos? ¿Y el periodista, es honesto utilizando medios que considera inaceptables para otros? Ahora tenemos preguntas parecidas. ¿Qué hacemos con Irán? ¿Tenemos que hacer como Irán para ir contra Irán? La pregunta es si hoy estamos condenados a imitar los medios de los enemigos. Camus me interesó y me sigue interesando porque su gran preocupación tiene que ver con el modo que el periodismo tiene de enfrentarse al gran tema de nuestro tiempo, la violencia. Cada texto fundamental sobre el periodismo debería de ir acompañado por una filosofía de la violencia.

P. "Sueño con un periódico que destierre todo tipo de mentira, en el que la virtud fue, no obstante, divertida, y en donde se defendieran encarnizadamente tres principios: los de la Justicia, el Honor y la Felicidad".

R. Muy de Camus... ¡El honor, tan castellano! No sé si hoy habría un periódico como ese que soñaba Camus. Él iba muy lejos, y era un puritano. Cortó una serie de reportajes porque estaba harto de que comiéramos del dolor de las mujeres. Un puritano. El mundo ha cambiado. El día en que el Times de Londres puso una foto en portada el mundo periodístico cambió radicalmente.

P. Usted dice que el periodismo consiste en vivir la historia mientras ésta se hace. ¿Cómo ve la historia haciéndose ahora?

R. Hemos perdido los instrumentos de previsión; eso es lo más novedoso. No hay ciencia económica, no hay conocimiento analítico financiero: se han equivocado todos. Desde hace diez años se han equivocado todos. Hemos perdido los instrumentos de previsión y nos faltan paradigmas. Estoy rodeado de jóvenes economistas, muy seductores y muy simpáticos, pero si los reúno no saco nada en claro. Primero, porque no están de acuerdo entre ellos y cuando están de acuerdo no saben qué va a pasar. Levi-Strauss me lo ha dicho y lo he escrito: la ciencia es importante, todo el mundo se alegra de ello, pero nada es verdadero porque el mundo se ha vuelto imprevisible. Eso decía.

R. ¿Incluso con Obama?

R. Sobre todo con Obama. ¿Quién había previsto a Obama? Es la confirmación total de lo anterior. La historia de Obama es increíble. Uno de mis mejores amigos es un gran economista americano. Le conozco desde hace treinta años, es un banquero. La semana pasado hablamos por teléfono y al cabo de un rato me dice: "No sé quién será el secretario de Estado; cualquiera, menos Hillary Clinton". ¡Ese era el hombre en quien yo confiaba más desde hace décadas! Y al día siguiente llega la noticia del nombramiento de Hillary Clinton... Y él está allí, en ese mundo. Imprevisible.

P. Usted recuerda esa escena: Camus llega a una boîte, está feliz por la edición del último número de Combat y exclama: "¡Vale la pena luchar por una profesión como esta!" ¿Usted diría lo mismo hoy?

R. [Después de un largísimo silencio] Merece la pena. Sí, creo que merece la pena. He tardado en responderle porque me he vuelto muy preocupado y hasta un poco pesimista. Pero digamos que merece la pena luchar. Él decía: "Vale la pena". Yo digo que merece la pena luchar.

lunes, 12 de enero de 2009

El congo, Viaje al corazón de ls tinieblas

Reportaje: Testigo del horror

Viaje al corazón de las tinieblas

MARIO VARGAS LLOSA El País, 11/01/2009

Mario Vargas Llosa visita el Congo, un rico país sumido en la miseria de la guerra y el terror. Hambre, violaciones, asesinatos y corrupción sacuden esta tierra sin ley. Médicos Sin Fronteras y 'El País Semanal' inician con éste una serie de viajes de diferentes escritores para rescatar del olvido a las víctimas de la violencia en el mundo.

I - EL MÉDICO. "El problema número uno del Congo son las violaciones", dice el doctor Tharcisse. "Matan a más mujeres que el cólera, la fiebre amarilla y la malaria. Cada bando, facción, grupo rebelde, incluido el Ejército, donde encuentra una mujer procedente del enemigo, la viola. Mejor dicho, la violan. Dos, cinco, diez, los que sean. Aquí, el sexo no tiene nada que ver con el placer, sólo con el odio. Es una manera de humillar y desmoralizar al adversario. Aunque hay a veces violaciones de niños, el 99% de las víctimas de abuso sexual son mujeres. A los niños prefieren raptarlos para enseñarles a matar. Hay muchos miles de niños soldado por todo el Congo".

El País 09-01-2009
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El País Semanal' abre este domingo con Congo una serie de viajes de autor a los conflictos olvidados del mundo. ELPAÍS.com avanza en vídeo unas imágenes del viaje de Mario Vargas Llosa. - MÉDICOS SIN FRONTERAS

Estamos en el hospital de Minova, una aldea en la orilla occidental del lago Kivu, un rincón de gran belleza natural -había nenúfares de flores malvas en la playita en la que desembarcamos- y de indescriptibles horrores humanos. Según el doctor Tharcisse, director del centro, el terror que las violaciones han inoculado en las mujeres explica los desplazamientos frenéticos de poblaciones en todo el Congo oriental. "Apenas oyen un tiro o ven hombres armados salen despavoridas, con sus niños a cuestas, abandonando casas, animales, sembríos". El doctor es experto en el tema, Minova está cercada por campos que albergan decenas de miles de refugiados. "Las violaciones son todavía peor de lo que la palabra sugiere", dice bajando la voz. "A este consultorio llegan a diario mujeres, niñas, violadas con bastones, ramas, cuchillos, bayonetas. El terror colectivo es perfectamente explicable".

Ejemplos recientes. El más notable, una mujer de 87 años, violada por 10 hombres. Ha sobrevivido. Otra, de 69, estuprada por tres militares, tenía en la vagina un pedazo de sable. Lleva dos meses a su cuidado y sus heridas aún no cicatrizan. Casi se le va la voz cuando me cuenta de una chiquilla de 15 años a la que cinco "interahamwe" (milicia hutu que perpetró el genocidio de tutsis en Ruanda, en 1994, y luego huyó al Congo, donde ahora apoya al Ejército del Gobierno del presidente Kabila) raptaron y tuvieron en el bosque cinco meses, de mujer y esclava. Cuando la vieron embarazada la echaron. Ella volvió donde su familia, que la echó también porque no quería que naciera en la casa un "enemigo". Desde entonces vive en un refugio de mujeres y ha rechazado la propuesta de un pariente de matar a su futuro hijo para que así la familia pueda recibirla. La letanía de historias del doctor Tharcisse me produce un vértigo cuando me refiere el caso de una madre y sus dos hijas violadas hace pocos días en la misma aldea por un puñado de milicianos. La niña mayor, de 10 años, murió. La menor, de 5, ha sobrevivido, pero tiene las caderas aplastadas por el peso de sus violadores. El doctor Tharcisse rompe en llanto.

Es un hombre todavía joven, de familia humilde, que se costeó sus estudios de medicina trabajando como ayudante de un pesquero y en una oficina comercial en Kitangani. Lleva dos años sin ver a su familia, que está a miles de kilómetros, en Kinshasa. El hospital, de 50 camas y 8 enfermeras, moderno y bien equipado, recibe medicinas de Médicos Sin Fronteras, la Cruz Roja y otras organizaciones humanitarias, pero es insuficiente para la abrumadora demanda que tiene al doctor Tharcisse y a sus ayudantes trabajando 12 y hasta 14 horas diarias, 7 días por semana. Fue construido por Cáritas. La Iglesia católica y el Gobierno llegaron a un acuerdo para que formara parte de la Sanidad Pública. No se aceptan polígamos, ni homosexuales, ni se practican abortos. El salario del doctor Tharcisse es de 400 dólares al mes, lo que gana un médico adscrito a la Sanidad Pública. Pero como el Gobierno carece de medios para pagar a sus médicos, la medicina pública se ha discretamente privatizado en el Congo, y los hospitales, consultorios y centros de salud públicos en verdad no lo son, y sus doctores, enfermeros y administradores cobran a los pacientes. De este modo violan la ley, pero si no lo hicieran, se morirían de hambre. Lo mismo ocurre con los profesores, los funcionarios, los policías, los soldados, y, en general, con todos aquellos que dependen del Presupuesto Nacional, una entelequia que existe en la teoría, no en el mundo real.

Cuando el doctor Tharcisse se repone me explica que, después de las violaciones, la malaria es la causa principal de la mortandad. Muchos desplazados vienen de la altura, donde no hay mosquitos. Cuando bajan a estas tierras, sus organismos, que no han generado anticuerpos, son víctimas de las picaduras, y las fiebres palúdicas los diezman. También el cólera, la fiebre amarilla, las infecciones. "Son organismos débiles, desnutridos, sin defensas". Vivir día y noche en el corazón del horror no ha resecado el corazón de este congoleño. Es sensible, generoso y sufre con el piélago de desesperación que lo rodea. Desde la pequeña explanada de las afueras del hospital divisamos el horizonte de chozas donde se apiñan decenas de miles de refugiados condenados a una muerte lenta. "La medicina que todo el Congo necesita tomar es la tolerancia", murmura. Me estira la mano. No puede perder más tiempo. La lucha contra la barbarie no le da tregua.

II - LOS PIGMEOS. Debo a los pigmeos de Kivu Norte haberme librado de caer en manos de las milicias rebeldes tutsis del general Laurent Nkunda la noche del 25 de octubre de 2008. Yo había llegado el día anterior a Goma, la capital de Kivu Norte, y mis amigos de Médicos Sin Fronteras, gracias a los cuales he podido hacer este viaje, me habían organizado un viaje a Rutshuru (a tres o cuatro horas de esta ciudad) para visitar un hospital construido y administrado por MSF, que presta servicios a una gran concentración de desplazados y víctimas de toda la zona. La víspera de la partida, mi hijo Gonzalo, que trabaja en el ACNUR, me telefoneó desde Nueva York para decirme que sus colegas en el Congo me tenían prevista, para la mañana siguiente, una visita a un campo de pigmeos desplazados en las afueras de Goma. Aplacé un día el viaje a Rutshuru y, por culpa del general Nkunda, que ocupó aquella noche ese lugar, ya no pude hacerlo.

Los pigmeos, pese a ser la más antigua etnia congoleña, son los parientes pobres de todas las demás, discriminados y maltratados por unas y por otras. Fieles al prejuicio tradicional contra el otro, el que es distinto, leyendas y habladurías malevolentes les atribuyen vicios, crueldades, perversiones, como a los gitanos en tantos países de Europa. Por eso, en una sociedad sin ley, corroída por la violencia, las luchas cainitas, las invasiones, la corrupción y las matanzas, los pigmeos son las víctimas de las víctimas, los que más sufren. Basta echarles una mirada para saberlo.

El campo de Hewa Bora (Aire Bello), a una decena de kilómetros de Goma, acaba de formarse. Está en un suelo pedregoso y volcánico, de tierra negra, y parece increíble que en lugar tan inhóspito las 675 personas que han llegado hasta aquí, hace un par de meses, desde Mushaki, huyendo de las milicias de Laurent Nkunda, hayan podido hacer algunos cultivos, de mandioca y arvejas. Nos reciben cantando y bailando a manera de bienvenida: pequeñitos, enclenques, arrugados, cubiertos de harapos, muchos de ellos descalzos, con niños que son puro ojos y huesos y las grandes barrigas que producen los parásitos. Su baile y su canto, tan tristes como sus caras, recuerdan las canciones de los Andes con que se despide a los muertos. Aunque con cierta dificultad, varios de los dirigentes hablan francés. (Es una de las pocas consecuencias positivas de la colonización: una lengua general que permite comunicarse a la gran mayoría de los congoleses, en un país donde los idiomas y dialectos regionales se cuentan por decenas).

Escaparon de Mushaki cuando las milicias rebeldes atacaron la aldea matando a varios vecinos. Piden plásticos, pues las chozas que han levantado -con varillas flexibles de bambú, atadas con lianas, de un metro de altura más o menos, sobre el suelo desnudo y con techos de hojas- se inundan con las lluvias, que acaban de comenzar. Piden medicinas, piden una escuela, piden comida, piden trabajo, piden seguridad, piden -sobre todo- agua. El agua es muy cara, no tienen dinero para pagar lo que cuestan los bidones de los aguateros. Es una queja que oiré sin cesar en todos los campos de refugiados del Congo en que pongo los pies: no hay agua, cuesta una fortuna, ríos y lagos están contaminados y los que beben en ellos se enferman. Las personas que me acompañan, del ACNUR y de Médicos Sin Fronteras, toman notas, piden precisiones, hacen cálculos. Después, conversando con ellos, comprobaré la sensación de impotencia que a veces los embarga. ¿Cómo hacer frente a las necesidades elementales de esta muchedumbre de víctimas? ¿Cuántos más morirán de inanición? La crisis financiera que sacude el planeta ha encogido todavía más los magros recursos con que cuentan.

En el campo de Bulengo, que visito luego del de Hewa Bora, veo las raciones de alimentos, mínimas, que distribuyen a los refugiados. Un voluntario de Unicef me dice, la voz traspasada: "Tal como van las cosas con la crisis, todavía tendremos que disminuirlas". Médicos, enfermeros y ayudantes de las organizaciones humanitarias son gentes jóvenes, idealistas, que hacen un trabajo difícil, en condiciones intolerables, a quienes la magnitud de la tragedia que tratan de aliviar por momentos los abruma. Lo que más los entristece es la indiferencia casi general, en el mundo de donde vienen, el de los países más ricos y poderosos de la Tierra, por la suerte del Congo. Nadie lo dice, pero muchos han llegado, en efecto, en Occidente a la conclusión de que los males del Congo no tienen remedio.

Bulengo fue en 1994 el campamento del Ejército ruandés hutu que invadió el Congo después de perpetrar la matanza de cientos de miles de tutsis en el vecino país. Ahora es el eje de un complejo de 16 campos de desplazados y refugiados que con ayuda de la Unión Europea y de las organizaciones humanitarias da refugio a unas trece mil personas. Éstas pertenecen a diferentes grupos étnicos que conviven aquí sin asperezas. Aunque Bulengo está mucho más asentado y organizado que el de Hewa Bora, la calidad de vida es ínfima. Las chozas y locales, muy precarios, están atestados y por doquier se advierte desnutrición, miseria, suciedad, desánimo. La nota de vida la ponen muchos niños, que juegan, correteándose. Varios de ellos son mutilados. Converso con un chiquillo de unos 10 o 12 años que, pese a tener una sola pierna, salta y brinca con mucha agilidad. Me cuenta que los soldados entraron a su aldea de noche, disparando, y que a él la bala lo alcanzó cuando huía. La herida se le gangrenó por falta de asistencia, y cuando su madre lo llevó a la Asistencia Pública, en Goma, tuvieron que amputársela.

En Bulengo hay 48 familias de pigmeos, que, aparte de las protestas que ya hemos oído en Hewa Bora, aquí se quejan de que la escuela es muy cara: cobran 500 francos congoleños mensuales por alumno. La educación pública es, en teoría, gratuita, pero, como los profesores no reciben salarios, han privatizado la enseñanza, una medida tácitamente aceptada por el Gobierno en todo el país. En muchos lugares son los padres de familia los que mantienen las escuelas -las construyen, las limpian, las protegen y aseguran un salario a los profesores-, pero aquí, en los campos de refugiados, todos son insolventes, de modo que si se ven obligados a pagar por los estudios, sus hijos dejarán de ir a la escuela o ésta se quedará sin maestros.

En el campo hay muchos desertores de las milicias rebeldes. Uno de ellos me cuenta su historia. Fue secuestrado en su pueblo con varios otros jóvenes de su edad cuando los hombres de Laurent Nkunda lo ocuparon. Les dieron instrucción militar, un uniforme y un arma. La disciplina era feroz. Entre los castigos figuraban los latigazos, las mutilaciones de miembros (manos, pies) y, en caso de delación o intento de fuga, la muerte a machetazos. Me confirmó que muchos soldados del Ejército congoleño vendían sus armas a los rebeldes. Se escapó una noche, harto de vivir con tanto miedo, y estuvo una semana en la jungla, alimentándose de yerbas, hasta llegar aquí. En su pueblo, donde era campesino, tenía mujer y cuatro hijos, de los que no ha vuelto a saber nada porque el pueblo ya no existe. Todos los vecinos huyeron o murieron. Le pregunto qué le gustaría hacer en la vida si las cosas mejoraran en el Congo, y me responde, después de cavilar un rato: "No lo sé". No es de extrañar. En Bulango, como en Hewa Bora y en los campos de desplazados de Minova, la actitud más frecuente en quienes están confinados allí, y pasan las horas del día tumbados en la tierra, sin moverse casi por la debilidad o la desesperanza, es la apatía, la pérdida del instinto vital. Ya no esperan nada, vegetan, repitiendo de manera mecánica sus quejas -plásticos, medicinas, agua, escuelas- cuando llegan visitantes, sabiendo muy bien que eso tampoco servirá para nada. Muchísimos de ellos están ya más muertos que vivos y, lo peor, lo saben. Los campos son indispensables, sin duda, pero sólo si funcionan como un tránsito para la reincorporación a la vida activa, con oportunidades y trabajo. Si no, quienes los pueblan están condenados a una existencia atroz, parásita, que los desmoraliza y anula. Y éste es quizás el más terrible espectáculo que ofrece el Congo oriental: el de decenas de miles de hombres y mujeres a los que la violencia y la miseria han reducido poco menos que a la condición de zombies.

III - EL GALIMATÍAS CONGOLEÑO.

Y, sin embargo, se trata de un país muy rico, con minas de zinc, de cobre, de plata, de oro, del ahora codiciado coltán, con un enorme potencial agrícola, ganadero y agroindustrial. ¿Qué le hace falta para aprovechar sus incontables recursos? Cosas por ahora muy difíciles de alcanzar: paz, orden, legalidad, instituciones, libertad. Nada de ello existe ni existirá en el Congo por buen tiempo. Las guerras que lo sacuden han dejado hace tiempo de ser ideológicas (si alguna vez lo fueron) y sólo se explican por rivalidades étnicas y codicia de poder de caudillos y jefezuelos regionales o la avidez de los países vecinos (Ruanda, Uganda, Angola, Burundi, Zambia) por apoderarse de un pedazo del pastel minero congoleño. Pero ni siquiera los grupos étnicos constituyen formaciones sólidas, muchos se han dividido y subdividido en facciones, buena parte de las cuales no son más que bandas armadas de forajidos que matan y secuestran para robar.
Muchas minas están ahora en manos de esas bandas, milicias o del propio Ejército del Congo. Los minerales se extraen con trabajo esclavo de prisioneros que no reciben salarios y viven en condiciones inhumanas. Esos minerales vienen a llevárselos traficantes extranjeros, en avionetas y aviones clandestinos. Un funcionario de la ONU que conocí en Goma me aseguró: "Se equivoca si cree que el caos del Congo está en la tierra. Lo que ocurre en el aire es todavía peor". Porque tampoco en las alturas hay ley o reglamento que se respete. Como la mayoría de vuelos son ilegales, el número de accidentes aéreos, el más alto del mundo, es terrorífico: 56 entre julio de 2007 y julio de 2008. Por esa razón ninguna compañía aérea congoleña es admitida en los aeropuertos de Europa.


Como el principal recurso del país, el minero, se lo reparten los traficantes y los militares, el Estado congoleño carece de recursos, y esto generaliza la corrupción. Los funcionarios se valen de toda clase de tráficos para sobrevivir. Militares y policías tienden árboles en los caminos y cobran imaginarios peajes. A Juan Carlos Tomasi, el fotógrafo que nos acompaña, cada vez que saca sus cámaras alguien viene con la mano estirada a cobrarle un fantástico "derecho a la imagen". (Pero él es un experto en estas lides y discute y argumenta sin dejarse chantajear). Para viajar de Kinshasa a Goma debemos, antes de trepar al avión, desfilar por cinco mesas, alineadas una junto a la otra, donde se expenden ¡visas para viajar dentro del país!

No es verdad que la comunidad internacional no haya intervenido en el Congo. La Misión de las Naciones Unidas en el Congo (MONUC) es la más importante operación que haya emprendido nunca la organización internacional. La Fuerza de Paz de la ONU en el Congo cuenta con 17.000 soldados, de un abanico de nacionalidades, y unos 1.500 civiles. Sólo en Goma hay militares de Uruguay, India, África del Sur y Malaui. Visité el campamento del batallón uruguayo y conversé con su jefe, el amable coronel Gaspar Barrabino, y varios oficiales de su Estado Mayor. Todos ellos tenían un conocimiento serio de la enrevesada problemática del país. La inoperancia de que son acusados se debe, en realidad, a las limitaciones, a primera vista incomprensibles, que las propias Naciones Unidas han impuesto a su trabajo.

Las milicias de Laurent Nkunda, luego de capturar Rutshuru, comenzaron a avanzar hacia Goma, donde el Ejército congoleño huyó en desbandada. La población de la capital de Kivu Norte, entonces, enfurecida, fue a apedrear los campamentos de la Fuerza de Paz de la ONU (y, de paso, los locales y vehículos de las organizaciones humanitarias), acusándolos de cruzarse de brazos y de dejar inerme a la población civil ante los milicianos.

Pero el coronel Barrabino me explicó que la Fuerza de Paz, creada en 1999, según prescripciones estrictas del Consejo de Seguridad, está en el Congo para vigilar que se cumplan los acuerdos firmados en Lusaka que ponían fin a las hostilidades entre las distintas fuerzas rivales, y con prohibición expresa de intervenir en lo que se consideran luchas internas congoleñas. Esta disposición condena a las fuerzas militares de la ONU a la impotencia, salvo en el caso de ser atacadas. Sería muy distinto si el mandato recibido por la Fuerza de Paz consistiera en asegurar el cumplimiento de aquellos acuerdos utilizando, en caso extremo, la propia fuerza contra quienes los incumplen. Pero, por razones no del todo incomprensibles, el Consejo de Seguridad ha optado por esta bizantina fórmula, una manera diplomática de no tomar partido en semejante conflicto, un galimatías, en efecto, en el que es difícil, por decir lo menos, establecer claramente a quién asiste la justicia y la razón y a quién no. No tengo la menor simpatía por el rebelde Laurent Nkunda, y probablemente es falso que la razón de ser de su rebeldía sea sólo la defensa de los tutsis congoleños, para quienes los hutus ruandeses, armados y asociados con el Gobierno, constituyen una amenaza potencial. Pero ¿representan las Fuerzas Armadas del presidente Kabila una alternativa más respetable? La gente común y corriente les tiene tanto o más miedo que a las bandas de milicianos y rebeldes, porque los soldados del Gobierno los atracan, violan, secuestran y matan, al igual que las facciones rebeldes y los invasores extranjeros. Tomar partido por cualquiera de estos adversarios es privilegiar una injusticia sobre otra. Y lo mismo se podría decir de casi todas las oposiciones, rivalidades y banderías por las que se entrematan los congoleños. Es difícil, cuando uno visita el Congo, no recordar la tremenda exclamación de Kurz, el personaje de Conrad, en El corazón de las tinieblas: "¡Ah, el horror! ¡El horror!"

IV - LOS POETAS. Y sin embargo, pese a ese entorno, conocí a muchos congoleños que, sin dejarse abatir por circunstancias tan adversas, resistían el horror, como el doctor Tharcisse, en Minova. Placide Clement Mananga, en Boma, que recoge y guarda todos los papeles y documentos viejos que encuentra para que la amnesia histórica no se apodere de su ciudad natal (él sabe que el olvido puede ser una forma de barbarie). O Émile Zola, el director del Museo de Kinshasa, combatiendo contra las termitas para que no devoren el patrimonio etnológico allí reunido. A esta estirpe de congoleños valerosos, que luchan por un Congo civilizado y moderno, pertenecen los Poétes du Renouveau (Poetas de la Renovación), de Lwemba, un distrito popular de Kinshasa. Son cerca de una treintena, una mujer entre ellos, y aunque todos escriben poesía, algunos son también dramaturgos, cuentistas y periodistas.

Además del francés, la colonización belga dejó asimismo a los congoleses la religión católica. En el país hay también protestantes -vi iglesias evangélicas de todas las denominaciones-, musulmanes -en la región oriental- y varias religiones autóctonas, la mayor de las cuales es el kimbanguismo, así llamada por su fundador, Simon Kimbangu, enraizada sobre todo en el Bajo Congo. Pero, pese a la hostilidad que desencadenó contra ella el dictador Mobutu, a quien hizo oposición, la católica parece, de lejos, la más extendida e influyente. Iglesias y centros católicos son los focos principales de la vida cultural del país.

Los Poétes du Renouveau se reúnen en la iglesia de San Agustín, donde tienen una pequeña biblioteca, una imprenta y una amplia sala para recitales y charlas. Publican desde hace algunos años unas ediciones populares de poesía que venden a precio de coste y a veces regalan. Empeñados en que la poesía llegue a todo el mundo, se desplazan a menudo a dar recitales y conferencias literarias por toda la región. Asisto a un interesante encuentro, de varias horas, en el que discuten temas literarios y políticos. El francés que escriben y hablan los congoleños es cálido, cadencioso, demorado y, a ratos, tropical. Haciendo de diablo predicador, provoco una discusión sobre la colonización belga: ¿qué de bueno y de malo dejó? Para mi sorpresa, en lugar de la cerrada (y merecida) condena que esperaba oír, todos los que hablan, menos uno, aunque sin olvidar las terribles crueldades, la explotación y el saqueo de las riquezas, la discriminación y los prejuicios de que fueron víctimas los nativos, hacen análisis moderados, situando todo lo negativo en un contexto de época que, si no excusa los crímenes y excesos, los explica. Uno de ellos afirma: "El colonialismo es una etapa histórica por la que han pasado casi todos los países del mundo". Lo refuta otro, que lanza una durísima requisitoria contra lo ocurrido en el Congo durante el casi siglo y medio de dominio belga. Le responde un joven que se presenta como "teólogo y poeta" con una única pregunta: "¿Y qué hemos hecho nosotros, los congoleños, con nuestro país desde que en 1960 nos independizamos de los belgas?".

domingo, 11 de enero de 2009

Un hombre justo, el anarquista Melchor Rodríguez

Le llamaban el 'ángel rojo'

El anarquista Melchor Rodríguez, que ejerció como delegado de Prisiones al comienzo de la Guerra Civil, salvó de una muerte segura a prominentes figuras del franquismo

JOSÉ LUIS BARBERÍA El País, 10/01/2009


1936-1939, 1940, 1941... España contra España, despiadadamente. En el tiempo en el que se desataron aquí todas las furias y el odio se instaló en las conciencias colectivas, hubo también valientes de moral íntegra, gentes de una pieza que enfrentándose incluso a sus propios correligionarios intentaron impedir la degollina. El anarquista Melchor Rodríguez García -Triana (Sevilla), 1893-Madrid, 1972-, militante de la CNT y de la FAI, delegado de Prisiones de la República, es de los que cuando la sangre llamaba a la sangre se jugaron la vida por impedir el asesinato de sus enemigos políticos.

La cita es en el Centro para Mayores de Leganés (Madrid). A Ricardo Horcajada, de 81 años, le cabe el raro honor de haber desplegado una bandera anarquista ante los ojos de algunos de los jerarcas del régimen de Franco y no haber sido detenido. "Con el miedo en el cuerpo", como dice él, extendió la enseña rojinegra sobre el féretro de Melchor Rodríguez el 14 de febrero de 1972 en el cementerio de San Justo de Madrid. Fue un entierro multitudinario y tan extravagante que, en plena dictadura, reunió a anarquistas y franquistas en un mismo duelo. "No hubo incidentes. Mi padre rezó, incluso, un padrenuestro por el alma de Melchor sin que nadie le hiciera un mal gesto", apunta Javier Martín, hijo de Javier Martín Artajo, antiguo parlamentario de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) en la República y más tarde diputado por designación del dictador en las Cortes franquistas. De acuerdo con ese testimonio, Javier Martín Artajo vistió durante el entierro una corbata con los colores anarquistas en justa correspondencia con el gesto de besar la cruz que Melchor Rodríguez había realizado en su lecho de muerte. "Vale, ya que te empeñas, yo beso ese trozo de madera, pero tú te comprometes a ponerte una corbata anarquista". Así quedó sellado el trato.


Ricardo Horcajada sostiene que la actuación del delegado de Prisiones de la República frente a la muchedumbre que el 8 de diciembre de 1936 pretendió asaltar la cárcel de Alcalá de Henares fue un hecho extraordinario porque pocas veces en la historia se ha logrado contener con la palabra a una turba herida cegada por el dolor y el odio y lanzada a vengar la muerte de sus hijos. "Hay que tener en cuenta", subraya, "que unos días antes otra multitud había pasado por las armas a 319 de los 320 presos en la cárcel de Guadalajara". Le pregunto qué discurso es capaz de detener a una masa iracunda y armada, y me dice que su amigo tenía carisma y un talento natural para la oratoria.

El archivo de la familia de Javier Martín Artajo, hermano del que fuera ministro de Exteriores en el franquismo Alberto Martín, guarda un escrito con el que el propio Melchor Rodríguez describió con detalle ese episodio. "La muchedumbre, aterrorizada por los incendios provocados y las víctimas causadas por la aviación rebelde, se amotinó rabiosa y, juntándose con las milicias y hasta con la propia guardia militar que custodiaba la prisión, se dispusieron a repetir el hecho brutal realizado cinco días antes en la cárcel de Guadalajara". Según su relato, fueron más de siete horas de enfrentamiento dialéctico, insultos, amenazas y forcejeos contra una muchedumbre enfurecida que tras penetrar en la prisión pretendía rebasar el rastrillo de acceso a las galerías de los presos. "¡Qué momentos más terribles aquellos! (...) Qué batalla más larga tuve que librar hasta lograr sacar al exterior a todos los asaltantes haciéndoles desistir de sus feroces propósitos. Y todo ello ante el tembloroso espanto de mi escolta, que, aterrados y sin saber qué hacer, se limitaron a presenciar aquel drama".

Salió físicamente indemne de la prueba, aunque con algún desgarro en la camisa y un gran costurón en su hasta entonces rendida confianza en el comportamiento de las masas. Entre los 1.532 presos sospechosos de simpatizar con los facciosos que aquel 8 de diciembre de 1936 salvaron sus vidas había nombres y apellidos: Agustín Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, Martín Artajo, Peña Boeuf, Luca de Tena, Boby Deglané, Serraño Súñer, el falangista Rafael Sánchez Mazas, Fernando Cuesta, el general Valentín Gallarza..., que más tarde aparecerían incrustados en los tuétanos del régimen franquista. La leyenda del "ángel rojo" y la maledicencia del "traidor Melchor" nacieron simultáneamente ese día, en Alcalá de Henares: la primera, del terror que rezumaban las celdas donde se agolpaban los detenidos, y la segunda, de la ira frustrada de los vengadores que clamaban contra el cielo, impotentes ante las bombas criminales de los aviadores alemanes e italianos.

Durante los cuatro meses -noviembre de 1936-marzo de 1937- en los que se mantuvo en el puesto, el delegado de Prisiones de la CNT se multiplicó tratando de parar las "sacas" (excarcelaciones previas a los fusilamientos) masivas, en un pulso continuo con la Junta de Defensa de Madrid, controlada por los comunistas José Cazorla y Santiago Carrillo. Salvó miles de vidas, luchando contra el reloj y el pésimo estado de las carreteras -"deprisa, deprisa, todavía podemos llegar a tiempo"-, para aparecer cuando el pelotón de fusilamiento estaba ya formado y los condenados esperaban la fatídica descarga. Con el respaldo del ministro de Justicia, también anarquista, Juan García Oliver, detuvo los traslados de presos a Paracuellos, el paraje de la sierra madrileña donde, siguiendo la consigna de "limpiar la retaguardia", sugerida por los asesores soviéticos, fueron abatidos miles de detenidos.

El libertario que no creía en las cárceles restituyó la autoridad de los directores y funcionarios de prisiones encargados de la custodia de los 11.000 presos políticos y reforzó el control en un momento en el que la celda era el mejor refugio contra el secuestro, el simulacro de juicio de los 10 minutos y el asesinato. En ese empeño, sacó a los milicianos de los recintos penitenciarios, ordenó que ningún preso pudiera ser excarcelado sin su permiso entre las seis de la mañana y las ocho de la noche, extendió avales y salvoconductos a gentes de derechas que podían ser denunciadas y ajusticiadas. Para cobijar a los perseguidos se incautó en Madrid del palacio del Marqués de Viana, una mansión que, terminada la guerra, fue devuelta a su propietario con sus enseres intactos. "No falta ni una cucharilla", admitió el marqués Teobaldo Saavedra. Se enfrentó también al pistolerismo anarquista de una parte de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), donde habían recalado aventureros y resentidos sociales de toda laya, además de delincuentes comunes que encontraron en esas siglas la cobertura ideal para sus fechorías. Melchor Rodríguez portó siempre una pistola al cinto, aunque, por lo visto, la llevaba descargada porque nunca echó mano de ella, ni siquiera en las situaciones más comprometidas.

"Se puede morir por las ideas, pero no matar por ellas", predicaba, ante la incomprensión de muchos de sus compañeros que creían saber, y no se equivocan, que también los franquistas eliminaban a los disidentes o sospechosos de disidentes. Melchor Rodríguez formó parte de una corriente ácrata, humanista, integrada en Los Libertos, grupo libertario celoso de sus principios que trató de poner coto a los desmanes.

"Con la cantidad de veces que estuvieron a punto de matarle, la verdad es que no me explico cómo pudo morir sin creer en Dios", comenta hoy su hija, Amapola Rodríguez. Ella sí cree en Dios y también en el anarquismo de su padre. "Antes de que estallara la guerra me llevó a ver la obra de teatro ¡Abajo la guerra! Le gustaba mucho la naturaleza. Me puso Amapola porque decía que es una flor rebelde que nace sola en el campo sin tener que sembrarla". Aunque a sus 87 años goza de una memoria excelente, la hija del anarquista se muestra remisa a abordar ese terrible pasado. Cede, finalmente, ante la insistencia del periodista, pero sólo para recitar, de corrido, una de las poesías escritas por su padre:

"Anarquía significa:
Belleza, amor, poesía,
Igualdad, fraternidad
Sentimiento, libertad
Cultura, arte, armonía
La razón, suprema guía,
La ciencia, excelsa verdad
Vida, nobleza, bondad
Satisfacción, alegría
Todo esto es anarquía
Y anarquía, humanidad".


A Amapola no le gustan la manera con que algunas voces hablan de la Guerra Civil ni tampoco el aire de enfrentamiento y revanchismo que percibe en el actual clima político. "No es partidaria de este proceso de recuperación de la memoria histórica; prefiere que las cosas se queden como están", apunta su hijo, Melchor Leal.

Como indica el escritor y cineasta Alfonso Domínguez, autor de una novela biográfica y de un guión de cine sobre Melchor Rodríguez que espera llevar a la imprenta y a la pantalla, la figura de este libertario cobra cuerpo y se agiganta con la perspectiva de los años, a medida que se profundiza en el estudio de la guerra y resurgen las sacas, los paseos, las checas (centros de detención y tortura) y los fusilamientos masivos, impíos, interminables, de los ya vencidos que no encontraron oposición en el clero franquista, ni siquiera una vez terminada la guerra.
Hijo de un maquinista del puerto de Sevilla y de una obrera de una fábrica de cigarros, Melchor Rodríguez dejó los estudios y se puso a trabajar a la muerte de su padre, cuando tenía sólo 10 años. Trabajó de calderero, de carrocero en la industria del automóvil y de ebanista, antes de tentar la suerte en las plazas de toros. Su carrera de novillero se frustró tras una cogida en Madrid y tuvo que volver a la industria del automóvil, donde su fama de chapista extremadamente fino discurría en paralelo con la de, a ojos de sus patrones, exagerado perfeccionismo. Fue encarcelado tantas veces por sus actividades anarquistas, más de una treintena, que cuando Amapola le echaba en falta y preguntaba por él, su madre acostumbraba a responderle: ¡Pues dónde va a estar, hija mía, en su casa, en la cárcel! En la cárcel asumió el compromiso personal de contribuir a que se respetaran los derechos de todos los presos, y allí y en la calle aprendió lo que la falta de escuela le había hurtado. "La lucha contra la ignorancia nunca es una batalla perdida". Lo decía con pleno conocimiento de causa.


En sus esfuerzos por asimilar la figura de Melchor Rodríguez, los franquistas que le debían la vida trataron siempre de explicar su comportamiento adjudicándole un soterrado "espíritu cristiano". Tuvo que aclararlo en más de una ocasión. "Si he actuado con humanidad, no ha sido por cristiano, sino por libertario". Y también protegerse de sus agradecidos benefactores franquistas a los que había salvado la vida. Rechazó un puesto en el sindicato vertical franquista y devolvió tachado e inutilizado el caritativo cheque de 25.000 pesetas que le habría ahorrado muchos agobios económicos.

Finalizada la guerra -a él le cupo protagonizar el traspaso simbólico de la capital española a los golpistas vencedores; "Amapola, he entregado Madrid", le dijo a su hija entre lágrimas-, fue condenado, primero a cadena perpetua; luego, a 20 años, y finalmente, a cinco, gracias a la intermediación del general Agustín Muñoz Grandes, pieza clave del Ejército y mano derecha de Franco durante años. Con el respaldo de dos millares de firmas que solicitaban clemencia para el reo, Muñoz Grandes hizo durante el consejo de guerra una encendida defensa del "ángel rojo" que explica la clemencia de la condena. A la salida de la prisión, él continuó desarrollando sus actividades políticas y fue nuevamente detenido y encarcelado por difundir propaganda política ilegal.

Siguió también ocupándose de los presos aprovechando el ascendente moral adquirido sobre las personalidades a las que había salvado la vida. Ricardo Horcajada lo conoció así. "Cuando detuvieron a mi padre, me dijeron que en la calle de la Libertad, una muy estrechita que está detrás de la Gran Vía madrileña, había una persona que podía ayudarme. Era Melchor. Pese a su apariencia pulcra y cuidada, vivía muy pobremente en un piso diminuto que compartía con un antiguo banderillero y su mujer". El anarquista de verbo fácil y vehemente que se malganaba la vida vendiendo seguros se había separado de su mujer. De los testimonios familiares se deduce que Melchor Rodríguez fue una persona respetuosa con las creencias religiosas de su mujer y sumamente cariñosa con su hija. Y también que el héroe anarquista estaba hecho de la misma pasta que el resto de los mortales: soberbio y vanidoso, irascible e intransigente en ocasiones, pero nunca codicioso ni interesado. Aborrecía el dinero como si fuera un invento satánico, aunque aceptaba el trueque y los regalos, una camisa, por ejemplo, siempre que se la entregaran con los puños cortados. Sostenía que mostrar los puños de la camisa por debajo de la chaqueta era "propio de burgueses".

Según Ricardo Horcajada, en la última etapa de su vida vivió de la suma de dos miserias: la que le correspondía de jubilación y la resultante de su pobre cartera de clientes en la compañía de seguros La Adriática, donde trabajó. Él cree saber de qué materia estaba hecho Melchor Rodríguez. "Yo no he conocido ningún santo, pero supongo que, si existen, deben ser como Melchor, seres inocentes que pueden alcanzar cierto estado de gracia, en este caso civil; gentes infantiles, sin malicia, aunque rebeldes, como lo son la mayoría de los niños". Piensa que su amigo fue siempre un inadaptado para la vida y los negocios, un idealista que descubrió en el anarquismo la utopía de los hombres justos y santos y quiso ser uno de ellos.

La figura del delegado de Prisiones de la República brilla con un fulgor propio ahora que historiadores, políticos y propagandistas se aplican a la exhumación del periodo de la guerra y la posguerra civil. Ejemplos como el suyo -no hay, que se sepa, un Melchor Rodríguez en el campo franquista- emergen de los barrancos y cunetas de nuestro pasado con una fuerza aleccionadora tan poderosa que debería bastar para impedir que el sectarismo meta sus manos sucias en la memoria histórica.

domingo, 4 de enero de 2009

Porteadoras de Melilla. Qué negocio

La muerte de Safia, la porteadora

Safia Azizi, licenciada en literatura árabe, murió aplastada por una avalancha humana al entrar en Melilla. Como otras muchas mujeres, sobrevivía introduciendo fardos de contrabando en Marruecos

IGNACIO CEMBRERO El país, 04/01/2009

Safia Azizi, de 41 años, cayó al suelo en la llamada jaula a las 7.20 de la mañana. Fue arrollada por sus compatriotas marroquíes que se apresuraban por entrar en Melilla a través de la frontera peatonal de Barrio Chino. Ante los angostos tornos azules, entre vallas de alambradas que dan acceso a la ciudad, se agolpaban entre 300 y 400 porteadoras. Varias decenas la pisotearon.


Era licenciada en literatura árabe, pero, al no encontrar trabajo en Fez, emigró para trabajar de porteadora

"¡Parece que entran en el matadero!", clama el hermano de Safia ante los tornos que franquean los contrabandistas

Junto con Safia, al menos otras siete personas fueron derribadas. Un policía español se percató del accidente y quiso llegar a las víctimas. Tuvo que efectuar dos disparos al aire para abrirse camino hasta Safia, que respiraba con dificultad. Los agentes cerraron Barrio Chino y llamaron a una UVI móvil. Cuando llegó, la mujer había entrado en parada cardiorrespiratoria. Los sanitarios intentaron reanimarla. En vano.

A las 8.45 del 17 de noviembre, el cadáver de Safia fue trasladado al Hospital Comarcal de Melilla, en cuyas urgencias fueron también atendidos los otros siete heridos de Barrio Chino. Se le practicó la autopsia. "Hemorragia pulmonar" causada por una violenta compresión del tórax fue la causa de la muerte.

La noticia de su fallecimiento se propagó como un reguero de pólvora entre los 8.000 porteadores, en su mayoría mujeres, que de lunes a jueves entran a pie en Melilla para después regresar a Marruecos con enormes bultos de mercancías de contrabando: desde neumáticos hasta ropa usada.

En 2006, el valor del estraperlo fue de 440 millones de euros, según la última evaluación de la delegación del Gobierno de la ciudad, aunque desde Marruecos se calcula que de Ceuta y Melilla salen productos por un valor superior a los 1.400 millones al año. Los réditos del contrabando, junto con el blanqueo del dinero del hachís, explican, en parte, que después de Madrid, las sucursales bancarias de Ceuta y Melilla sean las que más dinero acumulan en depósitos, según un informe de Caja España.

De ser cierta la estimación marroquí, la cifra equivale a las exportaciones de España a Argelia en 2007. Si se suma a ese "comercio atípico", como lo llaman púdicamente los melillenses, las exportaciones legales, España es el primer socio comercial de Marruecos, por delante de Francia. Del contrabando viven directamente 45.000 personas en Marruecos y otras 400.000 indirectamente, según la Cámara de Comercio Americana de Casablanca.

Aquel 17 de noviembre, Dunia, de 30 años, originaria de Marraquech, no trabajó como porteadora porque tuvo que acudir al hospital El Hassani de Nador, ciudad marroquí a 14 kilómetros de Melilla. "Allí me contaron que había muerto una compañera", recuerda sentada en la cafetería Melilla de Beni Enzar, el poblacho pegado a la ciudad española. "No supieron darme el nombre, pero me dijeron que era licenciada". "Entonces supe que era Safia, mi amiga desde hacía siete años".

"Sí, Safia era licenciada en literatura árabe por la Universidad de Fez", confirma su hermano Mustafá Azizi. Numerosos licenciados en paro se manifiestan casi a diario en las grandes ciudades marroquíes reivindicando empleo, pero ella hace tiempo que había optado por trabajar en lo que fuera con tal de no desafiar a los antidisturbios.

Safia era la cuarta hija de una familia de ocho de Dhalil, una aldea a 24 kilómetros de Fez, cuyos padres se esforzaron por que sus hijos estudiasen. "Le sirvió de poco, porque no encontró un puesto adecuado a su formación y hace 11 años emigró a Beni Enzar, donde la contrataron en una conservera", recuerda el hermano, profesor de matemáticas en un instituto de Agadir y miembro de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos.

"Aquello duró poco y no tuvo más remedio que ganarse la vida como porteadora y, los fines de semana, de pinche de cocina o camarera en las bodas y bautizos de Melilla", prosigue Mustafá. Los residentes en la provincia de Nador están autorizados, en teoría, a entrar en Melilla sin visado en su pasaporte, pero no pueden dar el salto a la Península.

Por eso, numerosos habitantes de provincias cercanas, sobre todo de Fez, se han empadronado en Nador para poder vivir de los trapicheos que se generan en torno a la ciudad española, de 12 kilómetros cuadrados y 71.000 habitantes. Ante las puertas de la cafetería revolotea también un puñado de niños y adolescentes andrajosos -el más pequeño aparenta unos diez años- cuyo único objetivo es esconderse en algún camión para colarse en Melilla. ¿De dónde sois? "De Fez", contestan al unísono.

Safia, la licenciada, era, sin embargo, una excepción entre las porteadoras, muchas de ellas mujeres analfabetas repudiadas por sus maridos o, lo que es peor en Marruecos, madres solteras. Era también de las que más peso acarreaba. "Yo no me atrevo con bultos tan grandes", asegura Dunia, que vive con su único hijo en Beni Enzar. "Yo no quiero morir en Barrio Chino", insiste.

"¿Que si se quejaba Safia?" "Pues claro", contesta su compañera. "Es un trabajo muy duro, no sólo por los bultos, sino por las largas esperas a la intemperie ante los tornos, las prisas, los empujones, los bakshish (sobornos) que hay que repartir y los palos que se reciben, aunque desde hace un año pegan menos".

¿Quién da los golpes? Dunia rehúye contestar, pero otra porteadora anónima responde en su lugar: "Los de las fuerzas auxiliares", un cuerpo militarizado de apoyo a la policía. "Y también hay que pagarles a ellos para entrar en Melilla, y a los aduaneros para que te dejen meter la mercancía en Marruecos", añade. ¿Cuánto? "Entre 5 y 10 dírhams (0,45 y 0,90 euros), depende del tamaño del fardo y del contenido". El semanario de Casablanca Al Ayam calculó en 2002 que policías y aduaneros destinados en las fronteras de Ceuta y Melilla se embolsaban al año 90 millones de euros en propinas.

Por cada bulto que introducen en Marruecos, las porteadoras se sacan entre 30 y 60 dírhams (2,7 y 5,4 euros), "aunque si son de los gordos, de los que pesan hasta 100 kilos y que hay que empujar para que rueden, se puede cobrar hasta diez euros", señala la mujer. De ahí que, una vez en Melilla, corran hasta los almacenes, carguen la mercancía, regresen a Marruecos, entreguen el contrabando y se pongan de nuevo en las colas -hombres y mujeres hacen fila por separado- para cruzar la frontera. Cuantos más viajes efectúen al día -nunca logran hacer más de tres-, más dinero ganan.

El espectáculo, ya de por sí tremendo, de hombres y mujeres fatigados transportando o empujando fardos que pesan más que ellos adquiere tintes dantescos cuando algún invidente fortachón se mezcla entre los porteadores ayudado por un joven lazarillo.

Dunia y sus compañeras también tienen quejas de los agentes españoles. "A veces cierran Barrio Chino durante un buen rato y sin venir a cuento", se lamenta. La policía explica que lo hace para evitar aglomeraciones. "Se toman mucho tiempo para comprobar nuestro pasaporte".

"¡Pero si en Barrio Chino parece que entran en el matadero!", se indigna Mustafá Azizi. El hermano de la difunta Safia, y Karima, una hermana residente en Fez, acudieron a Melilla horas después del fallecimiento. Se deshacen en elogios del trato recibido. "Entramos en la ciudad sin visado, nos dieron explicaciones del trágico suceso, organizaron la repatriación del cadáver a Marruecos y se hicieron cargo de todos nuestros gastos", recuerda agradecido. "¡Hasta hubo mujeres que lloraron con nosotros!".

La ciudad autónoma se gastó 3.000 euros en repatriar el cuerpo de Safia y el coche fúnebre fue acompañado, nada más cruzar la frontera, por miles de porteadores. "Es que era una mujer generosa, respetuosa de los demás y muy querida", recuerda entristecida Fátima, de 23 años, natural de Fez, que trabajaba con ella los fines de semana en Melilla. Y como tantas otras marroquíes, Safia era cada día más piadosa. Cubría su cabeza con un hiyab (pañuelo islámico), "hasta el punto de que no se le veía un solo pelo", recalca Dunia.

Mustafá Aberchán, el líder de Coalición por Melilla, la formación musulmana que hace oposición al Partido Popular, pidió incluso que el Ayuntamiento mostrase su "reconocimiento" a las porteadoras indemnizando a la familia de Safia con 60.000 euros, pero su petición fue rechazada porque el accidente se produjo en el área fronteriza que es competencia del Gobierno.

En una explanada, a 200 metros de los tornos, el Ayuntamiento melillense instaló en junio unas carpas para que los porteadores reposaran a la sombra, y cuatro aseos para miles de personas. El temporal que asoló la ciudad en octubre desgarró las lonas y, en vísperas de Nochebuena, los aseos estaban atascados. Del lado marroquí de Barrio Chino no hay ningún servicio.

Las atenciones de las que fue objeto en Melilla le hacen comprender mejor a Mustafá Azizi el anhelo de su difunta hermana: "Residir legalmente en España". "Era soltera, sin hijos y de carácter independiente", recuerda el hermano. "Hablaba algo de español, que empezó a estudiar en el bachillerato; gozaba de buena salud y quería dejar de servir platos en las bodas de Melilla e instalarse en la ciudad o incluso en la Península".

Mustafá Azizi quiso, al final de su estancia, ver el lugar donde murió su hermana y ahí se quedó atónito. "Esos tornos tan estrechos por los que es tan difícil pasar con bultos no son para humanos", comenta. "Lo que me extraña al verlos no es que Safia fuese aplastada, sino que no se produzcan más accidentes mortales", añade el militante de derechos humanos. "Me va a perdonar, señor", concluye dirigiéndose al periodista, "pero le tengo que decir que esos accesos son un poco racistas". "La jaula (...) no está pensada para las personas", recalca la periodista Irene Flores en El Faro de Melilla.

Aunque no todos requieren asistencia hospitalaria, se producen con frecuencia heridos en Barrio Chino y también en el paso de Biutz, entre Ceuta y la localidad marroquí de Findeq, sobre todo en vísperas de las grandes fiestas musulmanas. Los porteadores se empujan entonces más que de costumbre para entrar y salir y, en definitiva, redondear sus ingresos antes de la celebración.
Barrio Chino fue abierto en junio a petición de las autoridades marroquíes, que querían concentrar allí el contrabando para adecentar la frontera internacional de Beni Enzar, una tarea que apenas han empezado. El resultado es que los bultos circulan ahora por ambos pasos y, cuando a primera hora de la tarde cierra Barrio Chino, la mercancía de estraperlo toma Beni Enzar, un paso caótico pero más amplio.


A veces, los aduaneros marroquíes hacen allí la vista gorda y tienden la mano; a veces se vuelven escrupulosos y decenas de contrabandistas corren entre los coches atascados perseguidos por los funcionarios con sus uniformes azul claro, empeñados en incautarles la mercancía. En alguna ocasión, el porteador ha retrocedido para ponerse a salvo del lado español y, siguiendo sus pasos, el aduanero ha cruzado la raya.

"Yo forcejeo con ella donde me da la gana y, además, Melilla es Marruecos", le espetó el funcionario marroquí a la policía española que, el 22 de noviembre, le advirtió de que, en su ardor por perseguir a la porteadora, se encontraba en España. El agente le golpeó con su porra para que diera marcha atrás; el aduanero pidió auxilio a gritos y decenas de jóvenes que merodean del lado marroquí de la frontera cogieron piedras y botellas y las lanzaron sobre los policías nacionales. En las filas españolas hubo dos heridos y otra media docena entre los marroquíes, entre ellos el aduanero, alcanzados por las pelotas de goma disparadas a bocajarro por la Unidad de Intervención Policial.

El incidente fue uno más de cuantos marcan la vida diaria en una de las fronteras más desiguales del mundo. Si Dunia, la porteadora, no tiene muchas quejas del trato de los policías españoles, hay cientos de vecinos de Nador que están deseosos de zurrarles. Por las tardes, asegura Said Chramti, que tiene vetada la entrada en Melilla, "la policía es arbitraria, les exige visado para entrar, les humilla obligándoles a bajarse de los coches y, si se ponen pesados, hasta les pone un sello con la palabra Anulado en el pasaporte cuando no lo rompen". Y en Marruecos, sacarse un pasaporte es caro y latoso. Chramti encabezó en verano los bloqueos del paso fronterizo que, gracias a la complicidad de las autoridades marroquíes, dejaron desabastecida a Melilla.

"Incluso a mí me pidieron visado, hasta que me reconocieron", se indigna Yusef Kaddur, español y presidente de la Asociación de Comerciantes del Polígono, donde están los almacenes que proveen a los porteadores. El delegado del Gobierno, Gregorio Escobar, anunció el pasado julio a la Asociación de Comerciantes de Melilla que acabaría con ese abuso que perjudica al comercio, pero aún hoy en día persiste mientras crecen las ansias por cruzar por la tarde a la ciudad autónoma para trapichear o disfrutar de su oferta de ocio.