sábado, 23 de agosto de 2008

Parábola de los zapatos

PARÁBOLA DE LOS ZAPATOS

El trabajador social keniano Sammy Gitau llegó desde Mathare, el barrio más mísero de Nairobi, hasta una de las mejores universidades de Inglaterra

JOHN CARLIN El País, 23/08/2008


Sammy Gitau es una cosa poco frecuente: un filántropo, un filósofo y un maestro que se atiene a sus propias enseñanzas en cada mínimo detalle de su vida diaria. La labor de Sammy como generalísimo del trabajo social en Mathare, la durísima barriada de Nairobi en la que nació, se basa en dos infalibles principios: la generosidad y la amabilidad.

"Creo que el mundo está demasiado obsesionado con los derechos humanos y se ha olvidado de la dignidad humana. Regalar zapatos es paternalista. Prefiero caminar descalzo que ser humillado de esa forma"

Esto lo vio un inglés llamado Alex Walford, que trabaja para la Unión Europea y contribuyó de manera fundamental a proporcionar a Sammy los cuatro contenedores azules que forman el Centro de Recursos Comunitarios de Mathare, uno de los cuales Sammy utiliza para alojarse con su familia. Un día, en 2005, Walford tuvo la originalidad de preguntarle: "Pero Sammy, ¿qué quieres tú? ¿Qué te gustaría hacer a ti?". Sammy confesó el sueño que repiqueteaba en su interior desde hacía ocho años, desde que había descubierto un folleto de la Universidad de Manchester en un vertedero local. Dijo que lo que más le gustaría de todo era ir a la universidad a hacer un curso de posgrado sobre el que había leído, de desarrollo internacional.

Walford, claramente contagiado, en parte, por la loca fe que empuja a Sammy en su misión, llamó al catedrático que dirigía el curso en Manchester, un estadounidense llamado Pete Mann. "¿Ha pensado alguna vez en aceptar una solicitud de alguien que no tiene ningún título?", le preguntó. "Alguna vez ha pasado", respondió Mann. "¿Y alguien que no ha hecho la enseñanza secundaria?". Mann se detuvo un instante y respondió: "Cuénteme más".

Sammy empezó a recolectar una serie de diplomas variados que había obtenido por cursos de informática, electrónica y estudios bíblicos, además de unos vídeos de discursos que había pronunciado sobre formas de regenerar la mentalidad de los pobres africanos. Con la bendición entusiasta de Mann, obtuvo una beca que no sólo cubría la matrícula sino también los gastos de alojamiento. "Todos los que habían dudado de mí en Mathare tuvieron que tragarse sus palabras", recuerda Sammy sonriente. "De pronto, todo el mundo estaba orgulloso de mí".
Sin embargo, pocas semanas antes de la fecha en la que debía volar a Inglaterra, un burócrata puntilloso en el consulado británico de Nairobi bloqueó su solicitud de visado. "Supongo que es comprensible, dado que, con las credenciales que tenía, a aquel tipo debió de parecerle muy poco probable que mi verdadera intención fuera ir a Gran Bretaña a trabajar ilegalmente", dice Sammy. "Pero me dejó destrozado. Y lo peor fue que había fallado a la gente de Mathare. Mi sueño se había convertido en su sueño, y les había decepcionado".


Walford instó a Sammy a no darse por vencido sin luchar. Apelaron a un tribunal en Inglaterra que revocó la decisión del funcionario consular. El juez pidió disculpas formales a Sammy en nombre del Reino Unido e incluso profetizó que un día haría grandes cosas por Kenia. Pero entonces surgió otro obstáculo. La beca escolar seguía vigente, pero ya no era posible cubrir los costes de alojamiento de Sammy en Manchester. Así que Walford volvió a dar la batalla, consiguió que amigos y conocidos suyos se comprometieran a dar dinero e incluso llegó a decir a los invitados a su fiesta de cumpleaños que, en lugar de hacerle un regalo, hicieran aportaciones a la causa de Sammy.

Recorrer los 6.500 kilómetros hasta Inglaterra fue viajar por el espacio y el tiempo a la vez. Las calles le parecieron increíblemente limpias y los aseos también (limpiar los aseos públicos fue una de las primeras tareas que encargó a los jóvenes de Mathare, para delicia de toda la comunidad); descubrió por primera vez la mágica máquina de dinero, el cajero automático; hizo amigos de países desconocidos como Kazajistán (donde también descubrió, aunque su amigo no lo compartiera, los escandalosos placeres de la película de Borat), y aprendió, bajo la dirección de un admirado doctor Mann, a escribir con estilo académico.

Trabajó con una dedicación fanática, despreciando los excesos juerguistas de algunos de sus compañeros e impulsado por el hecho de saber que estaba luchando no sólo por él sino por un pueblo; como un futbolista en una Copa del Mundo, pero más. Y tuvo la especial alegría (que, a través de él, saborearon casi en la misma medida los hombres de Mathare) de ver al equipo favorito de su niñez, el Manchester United, ganar un partido de la Liga por 6-0. Al cabo de 18 meses, no sólo obtuvo su título, con toda la ceremonia de la toga y el birrete, sino además una mención por su tesis de 16.000 palabras.

Eso fue en diciembre del año pasado. Ahora está de nuevo en Mathare, luchando para mejorar las perspectivas de los jóvenes que viven en sus sucios callejones. Sus patrocinadores, Pete Mann y Alex Walford, creen que le aguardan grandes cosas. A mí, sentado con él en el interior del oscuro contenedor que es su casa, me cuesta desechar la idea de que, un día, llegará a presidente de Kenia. Pero, por ahora, sólo quiere llevar a la práctica el empuje de su tesis de posgrado, que es penetrar en las mentes de sus vecinos, idear formas de aprovechar su talento, acabar con la enorme vergüenza, como él la define, del desperdicio de potencial humano que determina a gran parte de África.

No cree que las ONG extranjeras -las ONG clásicas, dice él, que llevan caridad y proyectos preconcebidos al continente, y para las que ha trabajado en el pasado- sean la solución. "Nuestro centro de recursos de Mathare es una organización que nace desde abajo; el inconveniente de la mayoría de las ONG -y en Mathare funcionan 300- es que quieren controlarlo todo desde arriba. Cuanto más dinero gastan en ti, más quieren controlarte. Y lo malo de eso es que la gente quiere, por encima de todo, que se la trate con respeto; quieren ser dueños de su desarrollo, que no lo sean otros, por muy buenas intenciones que tengan. Por desgracia he descubierto que, a veces, algunas personas que creen que están haciendo el bien, en realidad están haciendo el mal".
Sammy, sentado tan cerca de mí, por necesidad, que nuestras rodillas se tocan, me explica lo que quiere decir con la parábola de los zapatos. "Una ONG viene y regala zapatos a los niños. Hace fotos de los zapatos nuevos. Muy bien. Pero los zapatos se gastan, o se les quedan pequeños. El problema es que lo único que abordan es el síntoma y, tres años después, la ONG se va y la comunidad se siente engañada porque, en secreto, la gente esperaba que la ONG le dejase proponer sus propias ideas y luego le diera ayuda económica para resolver sus problemas. Necesitamos ayuda económica, por supuesto, pero dirigida a unas necesidades que nosotros mismos tenemos que especificar. Si la ONG lo hace todo, nuestra gente se vuelve pasiva y eso no sirve de nada".


"Creo que el mundo está demasiado obsesionado con los derechos humanos y se ha olvidado de la dignidad humana. Regalar zapatos es paternalista. Prefiero caminar descalzo que ser humillado de esa forma. Quizá tarde un poco en poder comprarme mis zapatos, pero, cuando lo haga, escogeré los que quiera, y los cuidaré y los querré porque los valoraré como fruto de mis esfuerzos. Muchas ONG son como zapatos que no sientan bien: un color equivocado, una forma que no va, y nunca vamos a quererlos".

Sammy llega a decir, en medio de su apasionado discurso, que la labor de algunas ONG ha tenido el efecto de "esclavizar" y "denigrar" a la gente. "Cuanto peor se le pinta la situación de los africanos a un posible donante, mejor parada sale la ONG que presenta el proyecto. Los 'pobres' se convierten en su etiqueta, y esa tarea se convierte en su destino".

El mensaje de orgullo y autosuficiencia de los africanos que transmite Sammy huele, aparte de su aplicación inmediata en Mathare, a discurso político en el sentido más amplio. ¿Cree, como sospecho, que tiene futuro en la política? Sonríe como si le hubiera descubierto y dice: "Hay una gran probabilidad. Ahora bien", se apresura a añadir, "la política me asusta mucho".

¿Le asusta? "Sí. Le voy a decir lo que veo en los que llegan por primera vez a la política en Kenia. De pronto pasan de no ganar prácticamente nada a ganar lo que en Europa sería un sueldo confortable. Se reúnen con los directores de sus bancos, que les convencen para que firmen una gran hipoteca sobre una casa y se compren un coche nuevo a plazos. Pronto tienen que luchar para devolver los préstamos y su vida se ve devorada por el trabajo de conservar su nueva situación material. Así que no tienen más remedio que corromperse, votar en el Parlamento a favor de medidas que convengan a las necesidades de los nuevos amigos ricos que se ofrecen a pagarles las facturas".

Es lo mismo que ocurre en gran parte de África -líderes corruptos y gente buena- y en otros lugares del mundo, pero ¿no cree Sammy que, después de todo lo que ha vivido -la sucia pobreza en la que creció, el asesinato de su padre, el coma por drogas en el que cayó a los 17 años, el celo con el que persiguió su título universitario-, él sería capaz de resistir los incentivos del poder?

"Ah...", dice, y muestra una enorme, generosa sonrisa africana; "no soy ningún santo y rezo para tener la disciplina necesaria, cuando llegue el momento, y no caer en la trampa. Pero... ¡espero, espero, espero!".

No estaría mal que el resto de Kenia, y África, y todos los demás lugares en los que los políticos tienen un precio, rezaran con él. Porque es difícil quitarse de la cabeza la idea de que si no hay esperanza para Sammy, no hay esperanza para nadie.

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