'Camino' de amor y muerte
Javier Fesser habla de su película sobre el Opus Dei y sobre Alexia, la niña en proceso de beatificación; el filme concursará en la sección oficial del Festival de San Sebastián
ROCÍO GARCÍA - El País, Madrid - 31/07/2008
A la izquierda de la puerta de la iglesia de San Martín de Tours, en el centro de Madrid, hay un pequeño ataúd dorado con los restos mortales de una niña y la siguiente inscripción: "La Sierva de Dios Alexia González-Barros y González (7-3-1971; 5-12-1985)". A los lados, dos atriles con estampas de la niña con una oración y un relato de su vida. Alexia murió a los 14 años, tras 10 meses de una dolorosa enfermedad que la dejó paralítica y postrada en cama. Era la menor de siete hermanos y recibió una estricta educación religiosa basada en el ideario del Opus Dei. Alexia está en proceso de beatificación.
El director critica "a quienes se empeñan en que pienses como ellos"
Ha radiografiado al Opus Dei por dentro: "Si a alguien le duele, no es mi culpa"
Ha sido la vida de esta niña la que ha inspirado la última película de Javier Fesser, Camino, que concursará en la sección oficial en el Festival de Cine de San Sebastián, y a la que también está dedicada. Con Camino, protagonizada por Nerea Camacho, Carmen Elías y Mariano Venancio, Fesser (Madrid, 1964) cambia radicalmente de registro, tras El milagro de P. Tinto y La gran aventura de Mortadelo y Filemón, y entra de bruces en la realidad.
En las oficinas de Pendelton, en las afueras de Madrid, Javier Fesser hablaba ayer por primera vez de Camino. "Es una película de personajes de carne y hueso, de ideologías, de posiciones diferentes ante la vida, de puntos de vista a veces tan enfrentados que, al convivir, destapan sus contradicciones".
Fue por casualidad, hace 12 o 13 años, cuando Fesser leyó un libro, escrito por una monja, sobre la niña Alexia. "Me provocó una curiosidad tal que supe entonces que ahí había una película. Soy una persona con una curiosidad enorme y esta historia me incitó a conocer y tratar de comprender a las personas que no piensan como yo. He hecho una película en la que yo no critico la diferencia, sino a aquellos que se empeñan en que pienses como ellos. No entiendo la evangelización. Estoy totalmente en contra de esa gente que se empeña en que pienses como ellos, a nivel religioso, futbolístico, político, económico. ¿Te imaginas que todos fuéramos del Betis, que todos habláramos catalán o que todos fuéramos del PP? Me gusta la diferencia y la proclamo".
El caso de la niña Alexia ha inspirado el filme, pero el director quiere dejar claro que Camino no es la vida de Alexia -"es una ficción construida de trozos de realidad"-. Fesser realizó a partir de aquella lectura una exhaustiva investigación sobre otros casos de "olor de santidad" y sobre el modo de operar del Opus Dei. Todo ello ha terminado siendo un "apasionante trabajo" de investigación en torno a los sentimientos de las personas, que ha incluido en el guión, escrito por él mismo.
Camino sigue la aventura de la niña Camino, que, a sus 11 años, se enfrenta a dos acontecimientos opuestos y nuevos para ella: enamorarse y morir. La película, una producción de Pendelton y Mediapro, con un presupuesto de cerca de cinco millones de euros, ha sido rodada en Madrid, Guadalajara, Pamplona, una playa de Almería y en unos hospitales en desuso de Ciudad Real. "Es una historia de amor, del primer amor, ése que jamás se olvida", explica Fesser, mientras confiesa que fue justamente en una frase real de la niña Alexia en el lecho de muerte -"mamá, me muero feliz, pero sólo tengo la pena de que ese niño nunca supo todo lo que yo le he querido"- donde vio de verdad la película.
La posición defendida por Fesser en esta historia, en la que se ha comportado como un espectador neutral -"me he dejado llevar para entender y descubrir a cada uno de los personajes, de cómo buscar la felicidad o estar sumido en la tristeza"-, es justo la contraria al título que ha elegido, alejado de la intención de marcar un camino o decidir quién está en lo cierto o no. "No he marcado ningún camino porque es justamente eso contra lo que me rebelo".
Camino, que toma también el título de la obra escrita por Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, es un retrato de los cinco meses que transcurren desde que le detectan la enfermedad a la niña hasta su muerte. Integrante de una familia de la Obra, con una hermana numeraria de la institución, una madre fanática religiosa y un padre que no sabe cómo afrontar la tragedia, la niña conoce su primer amor y sueña con otro mundo. "Los sueños y las pesadillas de Camino son tan reales como lo que vive cuando está despierta. Son una forma de desinhibir a una niña que está programada para hacer otra cosa. Es entonces cuando aparecen esos miedos tan profundos y esas dudas que jamás se atrevería a explicar despierta", explica Fesser. "A mí también me pasaba de pequeño. Yo no entendía, cuando iba a misa los domingos, cómo podía haber un Dios tan bueno, en ese cielo tan azul, al lado de esos santos acribillados a flechazos. Te venden el mundo religioso como algo luminoso cuando está lleno de puntos oscuros y tenebrosos".
Es por ello que Fesser se identifica con el padre de Camino, interpretado por Mariano Venancio. "Él soy yo, donde yo me coloco, porque soy una persona que duda. La gente que no duda me da miedo, me inquieta. Tengo tres hijos y me trato de colocar en su papel. Yo tampoco sabría cómo actuar en un caso parecido, no estoy preparado para ello. El padre se encuentra con una mujer que lo tiene todo clarísimo, que sabe cómo ir marcando a su hija en su encuentro religioso y feliz con Dios y la muerte", añade el realizador, que, ya puestos a confesarse, asegura: "La fe es un chollo". "Por suerte o por desgracia, yo no tengo fe. Ojalá tuviera tan claro cómo encontrar la felicidad en el propio dolor. A mí me parece tremendo, pero en el fondo es un chollo".
El Opus Dei, la poderosa organización religiosa, es el paisaje en el que se desarrolla la historia de Camino. Sin tapujos y de manera muy directa, el filme hace un retrato de sus miembros. "Todo, absolutamente todo lo referido al Opus Dei es absolutamente real. Nada es inventado. Pero no sólo lo relacionado con los miembros de esta organización, también la pastelería Viena Capellanes, o la tienda de Hermosilla, esquina a Goya, de Madrid, que aparece en el filme. Todo hecho de manera objetiva y totalmente respetuosa".
En el almacén de Pendelton hay una estatua de tamaño natural de Josemaría Escrivá de Balaguer que han utilizado para la película. Está tapada con una gran manta y Fesser la descubre, pero no quiere fotografiarse a su lado. No ha entrado en contacto con miembros de la jerarquía del Opus Dei, pero sí con numerosos hombres y mujeres que están dentro de la organización. Ha indagado en documentos internos y en numerosos libros y ha conocido de primera mano todas las estrictas normas que rigen las casas en todo el mundo.
"Lo tienen todo absolutamente controlado". "Escrivá de Balaguer decía que para vivir hay que morir. Yo, que me encuentro en las antípodas de este pensamiento, he investigado a fondo sobre estas personas que tienen una manera tan radicalmente distinta de la mía de entender y buscar la felicidad". La película no obvia los sacrificios de las mujeres numerarias -se ponen piedrecitas en el zapato-, el sometimiento a los hombres numerarios por parte de las mujeres, verdaderas sirvientas y, sin embargo, felices, la búsqueda de dinero entre la gente con posibles, las tremendas doctrinas de los sacerdotes. "No he desmontado ningún mito en torno al Opus Dei. Es algo de lo que todo el mundo habla o ha oído hablar. He hecho una radiografía por dentro y las radiografías no mienten. Es lo que hay dentro, y si a alguien le duele no es problema nuestro. Yo he sido respetuoso y objetivo con todo ello pero también muy directo".
No ha buscado la polémica, pero sí conoce la inquietud que ha generado la película en la jerarquía del Opus Dei. Es consciente de ello. "Espero que la inquietud desaparezca en cuanto vean la película. Todo lo que verán es veraz".
El cambio de registro con respecto a sus dos películas anteriores es total. Lo reconoce pero lo ve como algo natural. "¿No sería más acertado preguntar en el caso de que hubiera presentado Mortadelo y Filemón 2 el por qué no cambio de registro? Me apetece sumergirme en cosas distintas. Estoy en un momento en el que me atrae la realidad, con todo lo que me gusta ese mundo de locura, ficción y cómic. Mucho antes de hacer P. Tinto supe que tenía que hacer esta historia, pero entonces no estaba maduro. He crecido y madurado con esta película. Estoy tranquilo. Me ha podido más la necesidad de entender que la de contar".
La estatua de Escrivá de Balaguer se queda de nuevo tapada frente a un gran cartel de Mortadelo y Filemón.
jueves, 31 de julio de 2008
miércoles, 30 de julio de 2008
Arquitectura genética de la Esquizofrenia
La arquitectura genética de la esquizofrenia
Un gran estudio internacional desvela los cimientos biológicos de este trastorno mental
ÁNGELES LÓPEZ
MADRID.- No es la primera vez que un estudio científico señala algún gen como responsable de la esquizofrenia. Sin embargo, hasta la fecha los trabajos que se habían realizado contaban con pocas muestras y tenían un valor relativo. De hecho, hace pocos meses se sugería que más que los genes había que girar la mirada a las pequeñas variaciones en la estructura del genoma. Precisamente éstas son el centro de atención de la mayor investigación realizada hasta la fecha en las que se han descubierto dos nuevas áreas genéticas que, cuando están alteradas, aumentan el riesgo de desarrollar este trastorno mental.
"La esquizofrenia es una enfermedad que afecta a los pensamientos y a las emociones. Es, además, un trastorno esencialmente humano, pero uno de los menos comprendidos biológicamente, por lo que es difícil diagnosticar", explica Kari Stefansson, presidenta ejecutiva de deCODE Genetics, compañía biofarmacéutica involucrada en uno de los tres estudios que publica la revista 'Nature'.
Los tres trabajos publicados son producto de un minucioso trabajo realizado por varios grupos de investigadores entre los que destaca el mencionado, deCODE Genetics, y el Consorcio Internacional de Esquizofrenia en el que están representados 11 institutos de todo el mundo. Estos dos grupos han obtenido los mismos resultados.
Si pensamos en el genoma como en un listín telefónico, podríamos imaginar algunos errores como los poco llamativos, aquellos que se dan al cambiar o duplicar una letra en el nombre de una persona, y otro tipo de equivocaciones como sería la supresión total de un número de teléfono o la repetición de este. Aunque parecen nimios, ninguno de estos fallos deja de tener importancia cuando se trata del ADN humano, tal y como muestran estos tres estudios. Tras analizar el genoma de miles de personas, se observó que algunas mutaciones o alteraciones genéticas confieren más riesgo de desarrollar esquizofrenia a quienes las portan.
Los trabajos, realizados con los datos de más de 3.000 pacientes y otros tantos voluntarios sanos, identificaron tres supresiones genéticas (la eliminación de un número en la guía), en tres áreas cromosómicas (1q21, 15q11 y 15q13) que confieren, respectivamente, tres, 15 y 12 veces más riesgo de tener la enfermedad. Además, se ha confirmado otra zona en el cromosoma 22, que previamente se había identificado en otros estudios, relacionada con la esquizofrenia. Es la primera vez que mutaciones como estas se asocian con mayor probabilidad de sufrir este trastorno.
Sin embargo, hay que señalar que estas supresiones genéticas son responsables sólo de una pequeña proporción de casos de esquizofrenia, muchos otros no presentan estas mutaciones.
Otro tipo de alteraciones
Por otro lado, en la investigación también se han encontrado raras variaciones en el número de copia de los genes (la letra cambiada o duplicada en el nombre del listín telefónico) relacionadas con la enfermedad. Los casos muestran un sutil, pero estadísticamente significativo, aumento de estas variaciones genéticas en el 13% de los pacientes frente al 10% de las personas sanas. Dicho de otra manera, los individuos con esquizofrenia presentan una tasa 1,15 veces superior de estas variaciones que los sujetos sanos y 1,45 veces mayor cuando se trata de variaciones muy raras.
No obstante, como señala el profesor Pat McGorry, director ejecutivo del Orygen Youth Health (un centro especializado en salud mental), sería prematuro considerar que estas variaciones se pudieran utilizar como un test en la práctica clínica, ya que sólo darían positivo una pequeña proporción de los casos de esquizofrenia.
La importancia real de los resultados es que constituyen un gran avance para descubrir la base molecular de la esquizofrenia, al menos en algunos casos. "Este trabajo abre por completo una nueva forma de pensar sobre la enfermedad y eventualmente sugerirá nuevas 'avenidas' para investigar terapias eficaces para el beneficio de pacientes y familias que sufren por este terrible trastorno", señala la doctora Pamela Sklar, del departamento de Psiquiatría y miembro del Broad Institute of MIT and Harvard.
domingo, 27 de julio de 2008
Entrevista a Mario Monicelli
ENTREVISTA: cine MARIO MONICELLI cineasta
"La del 68 fue una generación de jóvenes violentos y corruptos"
MIGUEL MORA - Roma - El País, 26/07/2008
A sus 93 años, el padre de la comedia italiana sigue ferozmente lúcido. El realizador reflexiona sobre la historia reciente de Italia, la importancia del neorrealismo y sobre su filme 'Rufufú', de cuyo estreno se cumple hoy medio siglo
Mario Monicelli (Viareggio, Toscana, 1915) tiene 93 años, pero sus ojos y su vivacidad siguen siendo los de un adolescente. El inventor de la comedia a la italiana (con su amigo, recientemente fallecido, Dino Risi: "Nuestra broma siempre era quién palmaría antes") es un mito del cine, pero no aguanta ser considerado un genio. "Simplemente trabajábamos mucho y seguíamos la vieja estela de la Comedia del Arte", explica.
Autor y guionista de 65 películas, entre ellas muchas obras maestras que en los años cincuenta, sesenta y setenta contribuyeron a hacer célebre, y mucho más divertido, el neorrealismo italiano, Monicelli utilizó una inteligencia muy aguda para convertir la cotidianidad, la desesperación, el fracaso y la miseria en humor y farsa. Su finura para utilizar la ironía como bisturí social; su compromiso siempre generoso con los perdedores; su espíritu de artesano clásico y disciplinado y su mirada siempre atenta al gesto y el detalle hilarante, le convirtió en favorito de todas las estrellas italianas: de Totó y Aldo Fabrizi, a Vittorio Gassman y Marcello Mastroianni, Sophia Loren y Gina Lollobrigida, Alberto Sordi, Monica Vitti o Ugo Tognazzi.
Tras comenzar dirigiendo media docena de filmes de Totó, Monicelli dejó una lista de títulos inolvidables: Guardias y ladrones (1951), Rufufú (I soliti ignoti, 1958), La gran guerra (1959), I Compagni (1963), La Armada Brancaleone (1966), La chica con la pistola (1968), Amici miei (1970) o Un burgués pequeño pequeño (1978). Todas ellas, y muchas más, podrán verse en el próximo Festival de San Sebastián, que este año le dedica un homenaje y una retrospectiva de 41 filmes. "Estuve allí hace 50 años y gané un premio, ya no sé si con I soliti ignoti o con Il médico e lo stregone (fue la primera, obtuvo la Concha de Plata). Se estaba bien allí, era una ciudad bella y pequeña".
Casi ciego, pero aún ferozmente lúcido, Monicelli vive en un modesto primer piso del barrio más viejo de Roma, Monti. Es su casa de siempre, llena de personalidad y gracia, atributos que siguen caracterizándole.
Tras dirigir Las rosas del desierto en 2006, declara cerrado el grifo de su talento ("me parece que ha sido suficiente"). Y sigue definiéndose tan comunista como siempre: "El Gobierno Berlusconi dice que la lucha de clases no existe, pero sólo hace falta ver cómo hemos convertido a los gitanos en el chivo expiatorio para saber que es mentira".
Pregunta. ¿Cómo anda de amigos?
Respuesta. Hay ya pocos vivos. Dos guionistas, Scarpelli y Cechi D'Amico, dos directores, Risi [la entrevista se hizo antes de la muerte de Risi] y Mortaldo. Nos vemos alguna vez. Antes siempre estábamos juntos. Ahora menos.
P. ¿Tiene familia?
R. Tengo dos hijas casadas, y otra que tiene 20 años y estudia en Bolonia...
P. Veinte años. Vaya. ¿Y todavía le siguen atrayendo las mujeres?
R. Continúan interesándome, pero no sexualmente, no soy un viejo verde. Me han gustado mucho las mujeres, pero no tenía líos con estrellas. Siempre eran de fuera del cine. Trabajar y relacionarte con la misma gente es muy aburrido.
P. Pero en el cine había mujeres impresionantes...
R. ¡Y también fuera! Las tres o cuatro que tuve eran muy guapas y con una ventaja: no tocaban tanto los cojones como las actrices.
P. ¿Le daban la lata?
R. A mí me molestaban poco. Era muy autoritario, no les daba ocasión de hablar. Leían el guión, y si aceptaban, sabían que no se hacían cambios.
P. Pero amigos sí tuvo muchos en el cine.
R. Sordi, Gassman, la Vitti, Giuliana de Sio, Tognazzi, la Mangano, Mastroianni... Gente muy simpática, ingeniosa e inteligente. Se pasaba bien con ellos fuera del plató, eran muy agradables.
P. ¿Y eran conscientes de la importancia del cine que estaban haciendo?
R. Ahora sabemos que era importante, entonces no. Era cine para italianos. Sólo después, con los festivales y los premios, se convirtió en importante.
P. ¿Ahora le parece que era cine bueno?
R. Todavía no se puede saber. Hace falta esperar 300 años para saber si era bueno de verdad. Entonces era un trabajo. Como teníamos éxito, había mucho trabajo. Pero lo hacíamos a gusto porque el público respondía. Entonces la cuota de pantalla nacional era del 75%, ahora es del 30% como mucho. A los italianos les gustaba más entonces su cine, y había un ejército de directores, guionistas, actores... Luego se empezó a conocer fuera. Los premios a Fellini, a Tornatore, a De Sicca, Cannes...
P. ¿Se ganaban bien la vida?
R. Se ganaba bien y era más barata.
P. ¿Pero era la dolce vita?
R. Era una vida de trabajo duro. Los horarios no eran como ahora. No había sindicatos, siempre te levantabas al alba, te ibas fuera a rodar y volvías tarde. Poco a poco cambió. En los años cincuenta y sesenta trabajabas de siete a siete, y no había cestino (catering). Llevábamos pan con salami y eso comíamos. Después empezaron a darnos dinero para la comida y tenías que ir a comprártela.
P. ¿De dónde salían las historias?
R. Muchas eran reales, otras salían de libros, de cuentos que se oían, de historias antiguas. Pescabas de todas partes: sucesos, tertulias... Se inventó todo: el cine negro, el spaguetti-western, las series mitológicas... Éramos mil personas en total, siempre estábamos juntos, íbamos a los mismos cafés y restaurantes, y allí cambiábamos ideas y pareceres. Había fantasía y ganas de hacer cosas. El país era pequeño y había que inventar mucho.
P. Italia era entonces la vanguardia cultural de Occidente.
R. Durante 15 años fuimos el centro de la creatividad, duró un par de generaciones. De los cincuenta o sesenta a los setenta. Luego la creatividad pasó a otros. América, la nouvelle vague, el cine iraní... Estados Unidos renovó el star system, y como potencia industrial fue el primero siempre.
P. ¿Siempre le gustaban sus películas?
R. Entre 65 no todas me gustan. Pero algunas que fracasaron me gustaban.
P. Empezó dirigiendo a Totó. Supongo que sería una gran escuela.
R. Era muy particular. Un gran mimo, movía todo el cuerpo además de la cara. Los grandes actores recitan con el cuerpo, trabajan la entonación y el cuerpo. Keaton, Chaplin, Lewis...
P. Antes de dedicarse al cine, ¿qué hizo?
R. Viví mi periodo político. El fascismo y la guerra. Fui movilizado a Yugoslavia... En caballería, aunque nunca luché. Milité en el Partido Socialista, después en el Comunista. Lo metí en una película, I compagni. Era un filme marxista, pero con ironía.
P. ¿Y cómo le dio por la comedia? ¿Siendo comunista no era una herejía?
R. Era un humor natural. Nuestra mirada era ésa. Sarcasmo, ironía. El humor es la forma más penetrante de mirar. Un bisturí que va al fondo de las cosas. Pero para bromear sobre algo hay que conocerlo muy bien. Y meditar mucho para llegar al humor.
P. ¿Así que el neorrealismo nació de la reflexión?
R. No nació por azar. Fue la maduración de la historia del país y de sus individuos. Nació con una dictadura en la que muchos no se reconocían. Antisocial, racista, inhumana. Éramos socios de los nazis. La gente de la cultura tenía otra mirada. Zavatini, Rossellini, De Sicca, Calvino, Parise crearon una nueva forma de mirar. Italia estaba sometida al nazismo, teníamos razones para querer cambiar nuestra relación con la realidad. Por eso se fundó esa nueva forma de ver la realidad, el neorrealismo.
P. Y enseguida llegó la comedia. A la italiana.
R. Se llamaba así porque nació aquí, también venía de esa historia terrible, singular y dramática. Surgió al contar argumentos muy dramáticos con humor. Esa mezcla era insólita. Habíamos vivido una historia horrible, también insólita, y por razones que también eran históricas, desde la Comedia del Arte y el Renacimiento teníamos una vena cómica. Eso fue lo que hizo nacer esa forma de mirar con humor.
P. La gran guerra es el mejor ejemplo.
R. El argumento era muy dramático, sí. Fusilamientos, muertos... Había tonos trágicos donde hacían falta, y cómicos también. La vida de la gente es así, no es siempre divertida o siempre dramática. Rufufú ensayó otra vía: intentan cambiar su condición con un golpe, les va todo mal, fracasan. Ésa no es la regla de la comedia. Y así había muchos haciendo lo mismo: Germi, Risi, Comencini, Steno...
P. ¿Era una forma de hacer política?
R. Sin que naciera de ahí, lo era. Se contaba una historia y como la gente era inteligente, se daba cuenta de que había detrás una idea política.
P. ¿El neorrealismo ayudó a cambiar el país?
R. Parece, dicen que sí. Contábamos sin fingimientos, un poco brutalmente, la historia del país. Cómo se vivía, cuál era la humanidad, cómo se relacionaba la gente con la realidad, quién de manera solidaria, quién de forma egoísta. Intentábamos sacar fuera las contradicciones de nuestra historia, las supersticiones y las costumbres anticuadas, ridiculizándolas. No sé si cambió a la gente. Creo que no hemos cambiado mucho.
P. La ternura de entonces, la inocencia, ¿siguen existiendo?
R. Respecto a la generación de la posguerra, todo cambió mucho. Aquella era gente muy solidaria y comprometida. Había un sentimiento colectivo de país, queríamos sacar a Italia de una guerra estúpida y hacerla entrar en Europa, modernizarla, industrializarla. Después entregamos el país a la generación siguiente, que se corrompió rápidamente. Empezó a mandar el mercado, que es la ley menos piadosa que existe, que no perdona ni tiene caridad, y las cosas fueron empeorando.
P. ¿Cómo vivió el 68?
R. Fue el primer movimiento que tomó ese testigo. Esa generación de veinteañeros tomó Italia y pensaron poder revolucionarla entera cambiando lo que hacían sus padres, ridiculizándonos, tratándonos como a viejos que había que dejar de lado. Creían que lo podían hacer todo de nuevo, sin piedad, eligiendo su nueva vida. Fue una generación de violentos y corruptos. Ese tanto de corresponsabilidad colectiva se perdió. La gente se volvió individualista y empezó a pensar en imponerse al vecino.
P. ¿El cine cambió también?
R. Era demasiado burgués para ellos, pura decadencia. Querían un nivel de vida más alto, sin solidaridad. No era macho ni moderno participar, cada uno afrontaba la vida solo y sin titubeos, era un corte con la cultura de los padres, que en Italia era muy rural, muy campesina. Éramos un país de analfabetos que se alfabetizó en los años treinta y cuarenta, pero teníamos una cultura cívica de participación y tolerancia. Eso se dejó de lado.
P. ¿Lo rural fue un elemento más del neorrealismo urbano?
R. La cultura rural fue básica en el neorrealismo. Veníamos de ahí, teníamos la humanidad del campesino. Los personajes de Sordi eran terribles, prepotentes, listos para cometer cualquier bajeza con tal de medrar, oscuros. Nosotros contábamos eso, y los italianos se reían pensando que no eran ellos. Esa cultura se perdió, la visión del otro como un compañero y no como un adversario se perdió. Pero eso es la cultura. Lo otro es incultura.
P. ¿Eso explica también las tres victorias de Berlusconi?
R. Cuando finge ser un tolerante, Berlusconi está haciendo comedia a la italiana para llegar a presidente de la República.
P. Italia parece hoy atenazada por el miedo, sobre todo del extranjero.
R. Eso pasa siempre en los tiempos de crisis, se busca fuera un chivo expiatorio. Entonces éramos una fraternidad, hacía falta reconstruir el país, teníamos todo por hacer y todos nos ayudábamos. El nivel de vida era bastante pobre, con muy pocas diferencias. Había un 10% de aristócratas y el otro 90% éramos todos igual de pobres. Pero queríamos poner de pie a Italia. La cultura servía para divertir y hacer pensar. Se trataba de entretener a la gente haciéndola pensar. Éramos vivaces, íbamos en Lambretta, teníamos autopistas, y la aspiración de ganar más que el otro no era la cultura dominante. Era el tiempo de la furbizia (picaresca) ingenua.
P. ¿Cuándo acabó la inocencia?
R. Quizá con el asesinato de Aldo Moro. Había una esperanza cierta y cercana de que el comunismo podía llegar al poder por la vía democrática, pero para evitar esa cosa que todos temían tanto mataron a Moro. ¿Quién? La derecha, los americanos.
P. Su padre se suicidó en pleno fascismo...
R. Tenía yo 23 años. Mi padre había dirigido un periódico en los años veinte. Era antifascista, se puso contra Mussolini y lo echaron, no le dejaron escribir más. Estuvo muchos años sin poder hablar, viendo a sus amigos adaptados al fascismo. Pensó que cuando acabara Mussolini podría volver, pero se habían olvidado de él. Esa amargura pudo con él. Yo era un soldado, estaba recién regresado de la guerra, y entendí perfectamente que se suicidara.
"La del 68 fue una generación de jóvenes violentos y corruptos"
MIGUEL MORA - Roma - El País, 26/07/2008
A sus 93 años, el padre de la comedia italiana sigue ferozmente lúcido. El realizador reflexiona sobre la historia reciente de Italia, la importancia del neorrealismo y sobre su filme 'Rufufú', de cuyo estreno se cumple hoy medio siglo
Mario Monicelli (Viareggio, Toscana, 1915) tiene 93 años, pero sus ojos y su vivacidad siguen siendo los de un adolescente. El inventor de la comedia a la italiana (con su amigo, recientemente fallecido, Dino Risi: "Nuestra broma siempre era quién palmaría antes") es un mito del cine, pero no aguanta ser considerado un genio. "Simplemente trabajábamos mucho y seguíamos la vieja estela de la Comedia del Arte", explica.
Autor y guionista de 65 películas, entre ellas muchas obras maestras que en los años cincuenta, sesenta y setenta contribuyeron a hacer célebre, y mucho más divertido, el neorrealismo italiano, Monicelli utilizó una inteligencia muy aguda para convertir la cotidianidad, la desesperación, el fracaso y la miseria en humor y farsa. Su finura para utilizar la ironía como bisturí social; su compromiso siempre generoso con los perdedores; su espíritu de artesano clásico y disciplinado y su mirada siempre atenta al gesto y el detalle hilarante, le convirtió en favorito de todas las estrellas italianas: de Totó y Aldo Fabrizi, a Vittorio Gassman y Marcello Mastroianni, Sophia Loren y Gina Lollobrigida, Alberto Sordi, Monica Vitti o Ugo Tognazzi.
Tras comenzar dirigiendo media docena de filmes de Totó, Monicelli dejó una lista de títulos inolvidables: Guardias y ladrones (1951), Rufufú (I soliti ignoti, 1958), La gran guerra (1959), I Compagni (1963), La Armada Brancaleone (1966), La chica con la pistola (1968), Amici miei (1970) o Un burgués pequeño pequeño (1978). Todas ellas, y muchas más, podrán verse en el próximo Festival de San Sebastián, que este año le dedica un homenaje y una retrospectiva de 41 filmes. "Estuve allí hace 50 años y gané un premio, ya no sé si con I soliti ignoti o con Il médico e lo stregone (fue la primera, obtuvo la Concha de Plata). Se estaba bien allí, era una ciudad bella y pequeña".
Casi ciego, pero aún ferozmente lúcido, Monicelli vive en un modesto primer piso del barrio más viejo de Roma, Monti. Es su casa de siempre, llena de personalidad y gracia, atributos que siguen caracterizándole.
Tras dirigir Las rosas del desierto en 2006, declara cerrado el grifo de su talento ("me parece que ha sido suficiente"). Y sigue definiéndose tan comunista como siempre: "El Gobierno Berlusconi dice que la lucha de clases no existe, pero sólo hace falta ver cómo hemos convertido a los gitanos en el chivo expiatorio para saber que es mentira".
Pregunta. ¿Cómo anda de amigos?
Respuesta. Hay ya pocos vivos. Dos guionistas, Scarpelli y Cechi D'Amico, dos directores, Risi [la entrevista se hizo antes de la muerte de Risi] y Mortaldo. Nos vemos alguna vez. Antes siempre estábamos juntos. Ahora menos.
P. ¿Tiene familia?
R. Tengo dos hijas casadas, y otra que tiene 20 años y estudia en Bolonia...
P. Veinte años. Vaya. ¿Y todavía le siguen atrayendo las mujeres?
R. Continúan interesándome, pero no sexualmente, no soy un viejo verde. Me han gustado mucho las mujeres, pero no tenía líos con estrellas. Siempre eran de fuera del cine. Trabajar y relacionarte con la misma gente es muy aburrido.
P. Pero en el cine había mujeres impresionantes...
R. ¡Y también fuera! Las tres o cuatro que tuve eran muy guapas y con una ventaja: no tocaban tanto los cojones como las actrices.
P. ¿Le daban la lata?
R. A mí me molestaban poco. Era muy autoritario, no les daba ocasión de hablar. Leían el guión, y si aceptaban, sabían que no se hacían cambios.
P. Pero amigos sí tuvo muchos en el cine.
R. Sordi, Gassman, la Vitti, Giuliana de Sio, Tognazzi, la Mangano, Mastroianni... Gente muy simpática, ingeniosa e inteligente. Se pasaba bien con ellos fuera del plató, eran muy agradables.
P. ¿Y eran conscientes de la importancia del cine que estaban haciendo?
R. Ahora sabemos que era importante, entonces no. Era cine para italianos. Sólo después, con los festivales y los premios, se convirtió en importante.
P. ¿Ahora le parece que era cine bueno?
R. Todavía no se puede saber. Hace falta esperar 300 años para saber si era bueno de verdad. Entonces era un trabajo. Como teníamos éxito, había mucho trabajo. Pero lo hacíamos a gusto porque el público respondía. Entonces la cuota de pantalla nacional era del 75%, ahora es del 30% como mucho. A los italianos les gustaba más entonces su cine, y había un ejército de directores, guionistas, actores... Luego se empezó a conocer fuera. Los premios a Fellini, a Tornatore, a De Sicca, Cannes...
P. ¿Se ganaban bien la vida?
R. Se ganaba bien y era más barata.
P. ¿Pero era la dolce vita?
R. Era una vida de trabajo duro. Los horarios no eran como ahora. No había sindicatos, siempre te levantabas al alba, te ibas fuera a rodar y volvías tarde. Poco a poco cambió. En los años cincuenta y sesenta trabajabas de siete a siete, y no había cestino (catering). Llevábamos pan con salami y eso comíamos. Después empezaron a darnos dinero para la comida y tenías que ir a comprártela.
P. ¿De dónde salían las historias?
R. Muchas eran reales, otras salían de libros, de cuentos que se oían, de historias antiguas. Pescabas de todas partes: sucesos, tertulias... Se inventó todo: el cine negro, el spaguetti-western, las series mitológicas... Éramos mil personas en total, siempre estábamos juntos, íbamos a los mismos cafés y restaurantes, y allí cambiábamos ideas y pareceres. Había fantasía y ganas de hacer cosas. El país era pequeño y había que inventar mucho.
P. Italia era entonces la vanguardia cultural de Occidente.
R. Durante 15 años fuimos el centro de la creatividad, duró un par de generaciones. De los cincuenta o sesenta a los setenta. Luego la creatividad pasó a otros. América, la nouvelle vague, el cine iraní... Estados Unidos renovó el star system, y como potencia industrial fue el primero siempre.
P. ¿Siempre le gustaban sus películas?
R. Entre 65 no todas me gustan. Pero algunas que fracasaron me gustaban.
P. Empezó dirigiendo a Totó. Supongo que sería una gran escuela.
R. Era muy particular. Un gran mimo, movía todo el cuerpo además de la cara. Los grandes actores recitan con el cuerpo, trabajan la entonación y el cuerpo. Keaton, Chaplin, Lewis...
P. Antes de dedicarse al cine, ¿qué hizo?
R. Viví mi periodo político. El fascismo y la guerra. Fui movilizado a Yugoslavia... En caballería, aunque nunca luché. Milité en el Partido Socialista, después en el Comunista. Lo metí en una película, I compagni. Era un filme marxista, pero con ironía.
P. ¿Y cómo le dio por la comedia? ¿Siendo comunista no era una herejía?
R. Era un humor natural. Nuestra mirada era ésa. Sarcasmo, ironía. El humor es la forma más penetrante de mirar. Un bisturí que va al fondo de las cosas. Pero para bromear sobre algo hay que conocerlo muy bien. Y meditar mucho para llegar al humor.
P. ¿Así que el neorrealismo nació de la reflexión?
R. No nació por azar. Fue la maduración de la historia del país y de sus individuos. Nació con una dictadura en la que muchos no se reconocían. Antisocial, racista, inhumana. Éramos socios de los nazis. La gente de la cultura tenía otra mirada. Zavatini, Rossellini, De Sicca, Calvino, Parise crearon una nueva forma de mirar. Italia estaba sometida al nazismo, teníamos razones para querer cambiar nuestra relación con la realidad. Por eso se fundó esa nueva forma de ver la realidad, el neorrealismo.
P. Y enseguida llegó la comedia. A la italiana.
R. Se llamaba así porque nació aquí, también venía de esa historia terrible, singular y dramática. Surgió al contar argumentos muy dramáticos con humor. Esa mezcla era insólita. Habíamos vivido una historia horrible, también insólita, y por razones que también eran históricas, desde la Comedia del Arte y el Renacimiento teníamos una vena cómica. Eso fue lo que hizo nacer esa forma de mirar con humor.
P. La gran guerra es el mejor ejemplo.
R. El argumento era muy dramático, sí. Fusilamientos, muertos... Había tonos trágicos donde hacían falta, y cómicos también. La vida de la gente es así, no es siempre divertida o siempre dramática. Rufufú ensayó otra vía: intentan cambiar su condición con un golpe, les va todo mal, fracasan. Ésa no es la regla de la comedia. Y así había muchos haciendo lo mismo: Germi, Risi, Comencini, Steno...
P. ¿Era una forma de hacer política?
R. Sin que naciera de ahí, lo era. Se contaba una historia y como la gente era inteligente, se daba cuenta de que había detrás una idea política.
P. ¿El neorrealismo ayudó a cambiar el país?
R. Parece, dicen que sí. Contábamos sin fingimientos, un poco brutalmente, la historia del país. Cómo se vivía, cuál era la humanidad, cómo se relacionaba la gente con la realidad, quién de manera solidaria, quién de forma egoísta. Intentábamos sacar fuera las contradicciones de nuestra historia, las supersticiones y las costumbres anticuadas, ridiculizándolas. No sé si cambió a la gente. Creo que no hemos cambiado mucho.
P. La ternura de entonces, la inocencia, ¿siguen existiendo?
R. Respecto a la generación de la posguerra, todo cambió mucho. Aquella era gente muy solidaria y comprometida. Había un sentimiento colectivo de país, queríamos sacar a Italia de una guerra estúpida y hacerla entrar en Europa, modernizarla, industrializarla. Después entregamos el país a la generación siguiente, que se corrompió rápidamente. Empezó a mandar el mercado, que es la ley menos piadosa que existe, que no perdona ni tiene caridad, y las cosas fueron empeorando.
P. ¿Cómo vivió el 68?
R. Fue el primer movimiento que tomó ese testigo. Esa generación de veinteañeros tomó Italia y pensaron poder revolucionarla entera cambiando lo que hacían sus padres, ridiculizándonos, tratándonos como a viejos que había que dejar de lado. Creían que lo podían hacer todo de nuevo, sin piedad, eligiendo su nueva vida. Fue una generación de violentos y corruptos. Ese tanto de corresponsabilidad colectiva se perdió. La gente se volvió individualista y empezó a pensar en imponerse al vecino.
P. ¿El cine cambió también?
R. Era demasiado burgués para ellos, pura decadencia. Querían un nivel de vida más alto, sin solidaridad. No era macho ni moderno participar, cada uno afrontaba la vida solo y sin titubeos, era un corte con la cultura de los padres, que en Italia era muy rural, muy campesina. Éramos un país de analfabetos que se alfabetizó en los años treinta y cuarenta, pero teníamos una cultura cívica de participación y tolerancia. Eso se dejó de lado.
P. ¿Lo rural fue un elemento más del neorrealismo urbano?
R. La cultura rural fue básica en el neorrealismo. Veníamos de ahí, teníamos la humanidad del campesino. Los personajes de Sordi eran terribles, prepotentes, listos para cometer cualquier bajeza con tal de medrar, oscuros. Nosotros contábamos eso, y los italianos se reían pensando que no eran ellos. Esa cultura se perdió, la visión del otro como un compañero y no como un adversario se perdió. Pero eso es la cultura. Lo otro es incultura.
P. ¿Eso explica también las tres victorias de Berlusconi?
R. Cuando finge ser un tolerante, Berlusconi está haciendo comedia a la italiana para llegar a presidente de la República.
P. Italia parece hoy atenazada por el miedo, sobre todo del extranjero.
R. Eso pasa siempre en los tiempos de crisis, se busca fuera un chivo expiatorio. Entonces éramos una fraternidad, hacía falta reconstruir el país, teníamos todo por hacer y todos nos ayudábamos. El nivel de vida era bastante pobre, con muy pocas diferencias. Había un 10% de aristócratas y el otro 90% éramos todos igual de pobres. Pero queríamos poner de pie a Italia. La cultura servía para divertir y hacer pensar. Se trataba de entretener a la gente haciéndola pensar. Éramos vivaces, íbamos en Lambretta, teníamos autopistas, y la aspiración de ganar más que el otro no era la cultura dominante. Era el tiempo de la furbizia (picaresca) ingenua.
P. ¿Cuándo acabó la inocencia?
R. Quizá con el asesinato de Aldo Moro. Había una esperanza cierta y cercana de que el comunismo podía llegar al poder por la vía democrática, pero para evitar esa cosa que todos temían tanto mataron a Moro. ¿Quién? La derecha, los americanos.
P. Su padre se suicidó en pleno fascismo...
R. Tenía yo 23 años. Mi padre había dirigido un periódico en los años veinte. Era antifascista, se puso contra Mussolini y lo echaron, no le dejaron escribir más. Estuvo muchos años sin poder hablar, viendo a sus amigos adaptados al fascismo. Pensó que cuando acabara Mussolini podría volver, pero se habían olvidado de él. Esa amargura pudo con él. Yo era un soldado, estaba recién regresado de la guerra, y entendí perfectamente que se suicidara.
El sentido del ridículo en los reality shows
Igual que hay gente deseosa de salir por la tele, otros no lo harían ni bajo amenaza y lo consideran bochornoso y degradante. ¿Qué nos diferencia a unos de otros? "La verdad es que he reflexionado mucho sobre ello", dice Ontiveros, de Antena 3, que fue director de siete ediciones de Gran Hermano y redactor de programas de testimonios en sus inicios profesionales. "A veces lo hablo con mis compañeros. Hay muchas maneras de dividir España y una de ellas es entre los que quieren salir en la televisión y los que no. Yo empecé trabajando de reportero de calle y cuando vas con una cámara hay gente que se te acerca a ver si con suerte les entrevistas y la otra mitad cruza de acera. Hay quienes quieren que le miren, ser el centro de atención, y quienes prefieren mirar. Entre los profesionales de la televisión se ve claramente estos extremos. Mientras que unos suspiran por aparecer en pantalla, por la fama y el reconocimiento, otros muchos queremos mantenernos detrás".
"El ansia por el reconocimiento social que es tan importante para el individuo de la sociedad actual tiene como contrapartida la aparición de un desarrolladísimo sentimiento de vergüenza y ridículo", reflexiona Errasti. "Son las dos caras de la misma moneda. Tan importante como querer ser reconocido como bueno por nuestro grupo social de referencia es no querer ser reconocido como malo por ese mismo grupo. Vanidad y vergüenza. Lo que ocurre es que diferentes grupos sociales tienen diferentes valores, y lo que a ciertas personas les enorgullece a otras personas les avergüenza. Es el mismo interés en el cuidado de la imagen y la identidad pública el que provoca que miles de personas se presenten a Gran Hermano y que millones no nos presentásemos jamás. Los primeros sienten que ganarán prestigio social entre las personas frente a las que quieren tener prestigio social, y los segundos sentimos que perderíamos prestigio social entre las personas frente a las que queremos tener prestigio social que, claro está, no son las mismas que las del primer grupo".
¿Qué nos hace diferentes? ¿De qué depende que unos desarrollen ese sentimiento de vergüenza y otros no? ¿Es algo innato? "La respuesta es una mezcla de factores sociológicos, culturales y psicológicos", continúa Errasti. "No cabe duda de que el nivel económico, social y cultural tiene algo que ver con la tendencia a participar en este tipo de programas. Hay excepciones en ambos sentidos, pero entre mis compañeros profesores de la facultad no hay nadie que se haya planteado ir a Gran Hermano, El juego de tu vida o similares. Las clases culturalmente instruidas tienen un sentido acentuadísimo de la vergüenza, porque son las más preocupadas por aparentar y mantener su estatus. Esto no quiere decir que toda la gente poco formada desee ni mucho menos entrar en Gran Hermano. Ahí ya entran factores individuales. Existen personas más impulsivas que otras, más extravertidas, más narcisistas... Y los motivos de estas diferencias tendrán que ver con los ejemplos presenciados en su familia o en su grupo de iguales, con sus propias experiencias, si ha sido espectador habitual de estos programas...".
Prestigio social. Dinero. Vivir una emoción fuerte. Sea por el motivo que sea, la colaboración ciudadana en antena sigue vivita y coleando. Hace dos semanas arrancó el casting de la décima edición de Gran Hermano, que Tele 5 emitirá en otoño. En la primera semana se apuntaron 30.000 personas, el récord de este reality, el pionero, y eso a pesar de haber perdido mucha audiencia e impacto social. Jaime Guerra, productor ejecutivo del programa, recuerda que el año pasado les sorprendió la cantidad de jóvenes con 18 años recién cumplidos que se presentaron voluntarios. "Chavales que cuando se estrenó la primera edición eran niños. Han crecido con Gran Hermano y ahora quieren participar".
"El ansia por el reconocimiento social que es tan importante para el individuo de la sociedad actual tiene como contrapartida la aparición de un desarrolladísimo sentimiento de vergüenza y ridículo", reflexiona Errasti. "Son las dos caras de la misma moneda. Tan importante como querer ser reconocido como bueno por nuestro grupo social de referencia es no querer ser reconocido como malo por ese mismo grupo. Vanidad y vergüenza. Lo que ocurre es que diferentes grupos sociales tienen diferentes valores, y lo que a ciertas personas les enorgullece a otras personas les avergüenza. Es el mismo interés en el cuidado de la imagen y la identidad pública el que provoca que miles de personas se presenten a Gran Hermano y que millones no nos presentásemos jamás. Los primeros sienten que ganarán prestigio social entre las personas frente a las que quieren tener prestigio social, y los segundos sentimos que perderíamos prestigio social entre las personas frente a las que queremos tener prestigio social que, claro está, no son las mismas que las del primer grupo".
¿Qué nos hace diferentes? ¿De qué depende que unos desarrollen ese sentimiento de vergüenza y otros no? ¿Es algo innato? "La respuesta es una mezcla de factores sociológicos, culturales y psicológicos", continúa Errasti. "No cabe duda de que el nivel económico, social y cultural tiene algo que ver con la tendencia a participar en este tipo de programas. Hay excepciones en ambos sentidos, pero entre mis compañeros profesores de la facultad no hay nadie que se haya planteado ir a Gran Hermano, El juego de tu vida o similares. Las clases culturalmente instruidas tienen un sentido acentuadísimo de la vergüenza, porque son las más preocupadas por aparentar y mantener su estatus. Esto no quiere decir que toda la gente poco formada desee ni mucho menos entrar en Gran Hermano. Ahí ya entran factores individuales. Existen personas más impulsivas que otras, más extravertidas, más narcisistas... Y los motivos de estas diferencias tendrán que ver con los ejemplos presenciados en su familia o en su grupo de iguales, con sus propias experiencias, si ha sido espectador habitual de estos programas...".
Prestigio social. Dinero. Vivir una emoción fuerte. Sea por el motivo que sea, la colaboración ciudadana en antena sigue vivita y coleando. Hace dos semanas arrancó el casting de la décima edición de Gran Hermano, que Tele 5 emitirá en otoño. En la primera semana se apuntaron 30.000 personas, el récord de este reality, el pionero, y eso a pesar de haber perdido mucha audiencia e impacto social. Jaime Guerra, productor ejecutivo del programa, recuerda que el año pasado les sorprendió la cantidad de jóvenes con 18 años recién cumplidos que se presentaron voluntarios. "Chavales que cuando se estrenó la primera edición eran niños. Han crecido con Gran Hermano y ahora quieren participar".
El tiempo cabalgado
El tiempo cabalgado
JAVIER MARÍAS El País, 26/07/2008
La serie de televisión Deadwood, que estrena ahora su última temporada, se ha convertido en uno de los grandes westerns de la historia. El género ha dado al cine algunos de sus mejores títulos. Entre ellos, dos clásicos como Centauros del desierto y Dos cabalgan juntos.
La capacidad de los críticos para equivocarse es ilimitada, y los literarios llevan demostrándolo varios siglos, con meteduras de pata tan escandalosas -por poner un solo ejemplo entre millares posibles, que además hoy siguen aumentando- como la de poner verde, casi unánimemente, el Moby-Dick de Herman Melville en el momento de su aparición. Los cinematográficos han dispuesto nada más que de ciento y pocos años para probar su ignorancia y su mal gusto y sus escasas entendederas, pero en ese espacio de tiempo han logrado alcanzar la bajura de sus colegas literarios. (Claro que siempre hay excepciones, pero son eso, excepciones). Los críticos juegan con la ventaja de que al cabo de unos decenios, cuando una obra que ensalzaron está completamente muerta o una que denigraron permanece viva y se ha convertido en un clásico, casi nadie se acuerda de lo que ellos dictaminaron; y, como no les suele faltar cara dura, son perfectamente capaces de fingir que no dijeron lo que dijeron y de subirse con desfachatez al carro de lo que sanciona el tiempo.
Hoy todo el mundo considera -menos algún director español engreído- que Centauros del desierto (The Searchers, 1956) es no sólo una de las mayores obras maestras de John Ford, sino una de las mejores películas de la historia del cine. Pero no fue así, durante larguísimos años. Primero se la juzgó floja y fallida, luego quedó relegada a un prolongadísimo olvido, después se la desestimó por "racista" (sí, todavía hay gente que confunde las obras con lo que en ellas hacen o dicen sus personajes). Sólo en época bastante reciente, gracias a la terquedad de unos pocos críticos y de más espectadores que no se equivocaron, se ha colocado esa maravilla en el lugar que le corresponde.
Aún no ha sucedido lo mismo, sin embargo, con otra película de John Ford, tan sólo cinco años posterior y muy emparentada con Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961), que se sigue teniendo por floja y fallida, y desde luego es vista como "menor" al lado de su predecesora. Bueno, es cierto que dura unos catorce minutos menos, que su estructura es algo más sencilla y su guión no tan arriesgado, que la acción abarca unas semanas en lugar de más de un lustro, y que quizá resulte menos "épica". Supongo que lo que en realidad ocurre es que es la versión más amarga, cínica, pesimista y triste de lo que Centauros del desierto relataba, y que deja el ánimo más abatido. En ésta, Ethan Edwards (John Wayne) sale en busca de sus sobrinas nada más ser ellas secuestradas por los comanches. Pronto descubre que la mayor, ya de edad núbil, ha sido violada y asesinada, y eso lo lleva a proseguir la búsqueda de la pequeña, Debbie (Natalie Wood), con aún más ahínco y un odio creciente hacia los indios. Acompañado por Martin Pawley (Jeffrey Hunter), mucho más joven y bondadoso que él y hermano "postizo" de las muchachas, se pasa la película esperando encontrar a la niña, primero cuando sabe que aún es niña, luego cuando va comprendiendo que será ya adolescente y que habrá pasado a ser esposa de algún comanche. Hay una escena en la que Wayne va a ver a unas jóvenes blancas que el Ejército ha rescatado, y que probablemente llevaban en manos comanches tanto o más tiempo que su sobrina perdida. Son mujeres no se sabe si infantilizadas o enloquecidas, en todo caso completamente aindiadas pese a sus cabellos rubios y sus ojos azules. La mirada que les lanza Wayne antes de abandonar el barracón en el que las ha visitado es quizá la que más hiela la sangre de la historia del cine, y la de un actor de registros múltiples, extraordinario, al que parece mentira que aún tantos imbéciles caricaturicen y regateen méritos: en ella hay odio, desconsuelo, desesperación, sed de venganza, tristeza y lástima, todo mezclado en unos instantes. Wayne sabe ya por entonces que si un día da por fin con su sobrina se encontrará con alguien no muy distinto de esas mujeres anómalas, escindidas, desequilibradas y sin lugar en el mundo, irrecuperables y malogradas. Cada jornada que pasa corre por tanto en su contra, pero él rastrea y persigue de día en día, desde el momento en que Debbie fue robada y los padres de ésta asesinados. Y el tiempo, mientras está corriendo y lo cabalgamos, no se da nunca por terminado. Hoy y ayer no, pero mañana quién sabe.
En Dos cabalgan juntos todo ese tiempo que Wayne vive en Centauros del desierto, sobre el que se ha montado a horcajadas y contra el cual va luchando con cada vez más acritud y más siniestros propósitos, ha terminado ya para quien lleva a cabo la búsqueda, cuando la película comienza. De los robos de los niños y mujeres blancos que quieren recuperar las familias de colonos que se han organizado y agrupado en un punto, y a las que algún congresista de Washington ha hecho frívolas y vanas promesas para salir en los periódicos, hace ya nueve, doce, quince años, según los casos. El encargado de rescatarlos -mejor dicho, de mercadear con los indios y comprárselos- no tiene vínculo consanguíneo con ningún desaparecido. A diferencia de Wayne, el personaje de Guthrie McCabe (James Stewart) carece de odio y de prisa, de afán de venganza, de interés personal alguno. Es un mercenario que sólo está dispuesto -y de mala gana- a intentar su misión por dinero, y que no tiene reparo en aceptar el que le ofrecen las pobres familias de colonos obnubilados, los ahorros de sus vidas, que inicialmente lo recibieron como a un Mesías que les traería de vuelta a sus niñitos perdidos y a sus mujeres raptadas. Pero el tiempo ha pasado, y Stewart sabe que ya no hay vuelta de hoja, que el proceso de desarraigo y la transformación han concluido.
El niño de cinco años que se llevaron los comanches -congelado en la memoria de sus familiares, que son como Wayne, pero infinitamente menos lúcidos-, él sabe que ahora será un joven guerrero con trenzas engrasadas y malolientes, con el pecho cubierto por las cicatrices iniciáticas a que se someten los indios al alcanzar la edad viril, que habrá matado y arrancado cabelleras de blancos y que violaría a su rubia hermana de sangre si la capturara. Que la rosada niñita de siete tendrá ahora unos dieciséis y que cargará con un par de críos mestizos, de algún guerrero. Que la madre perdida por unos patanes llevará tanto tiempo como esposa de un indio que -como así sucede en el emotivo encuentro de Stewart con quien fue la señora Clegg un día- no querrá ni oír hablar de volver a ver a su antiguo marido y a sus vástagos ya crecidos ("Oh, no, no les hable de mí, ellos no deben nunca encontrarme", le dice a Stewart). En Centauros del desierto John Wayne, pese a toda su dureza y su encono y su saña, aún conserva la esperanza. En Dos cabalgan juntos Stewart sabe que no la hay para los colonos. Para él son gente que se quiere engañar y que se ha dejado engañar gustosamente por algún congresista de Washington que jamás ha visto a un indio en persona. Por tanto carece de escrúpulos a la hora de coger su dinero, los considera unos ilusos que no aprenderán hasta que vean con sus ojos en qué se han convertido sus añorados hijos y mujeres raptados. El teniente Jim Gary (Richard Widmark) que lo acompaña y obliga, y que hasta cierto punto participa de la buena fe y la esperanza de los colonos, se da cuenta, cuando ve a los cautivos, de que Stewart tenía razón al oponerse desde el principio a toda la operación imposible y propagandística. Comprende que no pueden forzar a la señora Clegg a que regrese, es una anciana a la que no se debe ni puede hacer pasar por lo que ella viviría como una enorme vergüenza. Ni a la joven Frieda Knudsen, que en efecto tiene ya un par de vástagos con un comanche, son su presente y su futuro, y el pasado con sus padres blancos es literalmente eso, pasado, más que nunca. Centauros del desierto y Dos cabalgan juntos se completan la una a la otra y se encuentran a una altura pareja, entre las cimas del western y de la historia del cine. Sólo que en una el tiempo aún transcurre y en la otra ya se ha acabado. No es difícil imaginar cuál es la más amarga.
JAVIER MARÍAS El País, 26/07/2008
La serie de televisión Deadwood, que estrena ahora su última temporada, se ha convertido en uno de los grandes westerns de la historia. El género ha dado al cine algunos de sus mejores títulos. Entre ellos, dos clásicos como Centauros del desierto y Dos cabalgan juntos.
La capacidad de los críticos para equivocarse es ilimitada, y los literarios llevan demostrándolo varios siglos, con meteduras de pata tan escandalosas -por poner un solo ejemplo entre millares posibles, que además hoy siguen aumentando- como la de poner verde, casi unánimemente, el Moby-Dick de Herman Melville en el momento de su aparición. Los cinematográficos han dispuesto nada más que de ciento y pocos años para probar su ignorancia y su mal gusto y sus escasas entendederas, pero en ese espacio de tiempo han logrado alcanzar la bajura de sus colegas literarios. (Claro que siempre hay excepciones, pero son eso, excepciones). Los críticos juegan con la ventaja de que al cabo de unos decenios, cuando una obra que ensalzaron está completamente muerta o una que denigraron permanece viva y se ha convertido en un clásico, casi nadie se acuerda de lo que ellos dictaminaron; y, como no les suele faltar cara dura, son perfectamente capaces de fingir que no dijeron lo que dijeron y de subirse con desfachatez al carro de lo que sanciona el tiempo.
Hoy todo el mundo considera -menos algún director español engreído- que Centauros del desierto (The Searchers, 1956) es no sólo una de las mayores obras maestras de John Ford, sino una de las mejores películas de la historia del cine. Pero no fue así, durante larguísimos años. Primero se la juzgó floja y fallida, luego quedó relegada a un prolongadísimo olvido, después se la desestimó por "racista" (sí, todavía hay gente que confunde las obras con lo que en ellas hacen o dicen sus personajes). Sólo en época bastante reciente, gracias a la terquedad de unos pocos críticos y de más espectadores que no se equivocaron, se ha colocado esa maravilla en el lugar que le corresponde.
Aún no ha sucedido lo mismo, sin embargo, con otra película de John Ford, tan sólo cinco años posterior y muy emparentada con Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos (Two Rode Together, 1961), que se sigue teniendo por floja y fallida, y desde luego es vista como "menor" al lado de su predecesora. Bueno, es cierto que dura unos catorce minutos menos, que su estructura es algo más sencilla y su guión no tan arriesgado, que la acción abarca unas semanas en lugar de más de un lustro, y que quizá resulte menos "épica". Supongo que lo que en realidad ocurre es que es la versión más amarga, cínica, pesimista y triste de lo que Centauros del desierto relataba, y que deja el ánimo más abatido. En ésta, Ethan Edwards (John Wayne) sale en busca de sus sobrinas nada más ser ellas secuestradas por los comanches. Pronto descubre que la mayor, ya de edad núbil, ha sido violada y asesinada, y eso lo lleva a proseguir la búsqueda de la pequeña, Debbie (Natalie Wood), con aún más ahínco y un odio creciente hacia los indios. Acompañado por Martin Pawley (Jeffrey Hunter), mucho más joven y bondadoso que él y hermano "postizo" de las muchachas, se pasa la película esperando encontrar a la niña, primero cuando sabe que aún es niña, luego cuando va comprendiendo que será ya adolescente y que habrá pasado a ser esposa de algún comanche. Hay una escena en la que Wayne va a ver a unas jóvenes blancas que el Ejército ha rescatado, y que probablemente llevaban en manos comanches tanto o más tiempo que su sobrina perdida. Son mujeres no se sabe si infantilizadas o enloquecidas, en todo caso completamente aindiadas pese a sus cabellos rubios y sus ojos azules. La mirada que les lanza Wayne antes de abandonar el barracón en el que las ha visitado es quizá la que más hiela la sangre de la historia del cine, y la de un actor de registros múltiples, extraordinario, al que parece mentira que aún tantos imbéciles caricaturicen y regateen méritos: en ella hay odio, desconsuelo, desesperación, sed de venganza, tristeza y lástima, todo mezclado en unos instantes. Wayne sabe ya por entonces que si un día da por fin con su sobrina se encontrará con alguien no muy distinto de esas mujeres anómalas, escindidas, desequilibradas y sin lugar en el mundo, irrecuperables y malogradas. Cada jornada que pasa corre por tanto en su contra, pero él rastrea y persigue de día en día, desde el momento en que Debbie fue robada y los padres de ésta asesinados. Y el tiempo, mientras está corriendo y lo cabalgamos, no se da nunca por terminado. Hoy y ayer no, pero mañana quién sabe.
En Dos cabalgan juntos todo ese tiempo que Wayne vive en Centauros del desierto, sobre el que se ha montado a horcajadas y contra el cual va luchando con cada vez más acritud y más siniestros propósitos, ha terminado ya para quien lleva a cabo la búsqueda, cuando la película comienza. De los robos de los niños y mujeres blancos que quieren recuperar las familias de colonos que se han organizado y agrupado en un punto, y a las que algún congresista de Washington ha hecho frívolas y vanas promesas para salir en los periódicos, hace ya nueve, doce, quince años, según los casos. El encargado de rescatarlos -mejor dicho, de mercadear con los indios y comprárselos- no tiene vínculo consanguíneo con ningún desaparecido. A diferencia de Wayne, el personaje de Guthrie McCabe (James Stewart) carece de odio y de prisa, de afán de venganza, de interés personal alguno. Es un mercenario que sólo está dispuesto -y de mala gana- a intentar su misión por dinero, y que no tiene reparo en aceptar el que le ofrecen las pobres familias de colonos obnubilados, los ahorros de sus vidas, que inicialmente lo recibieron como a un Mesías que les traería de vuelta a sus niñitos perdidos y a sus mujeres raptadas. Pero el tiempo ha pasado, y Stewart sabe que ya no hay vuelta de hoja, que el proceso de desarraigo y la transformación han concluido.
El niño de cinco años que se llevaron los comanches -congelado en la memoria de sus familiares, que son como Wayne, pero infinitamente menos lúcidos-, él sabe que ahora será un joven guerrero con trenzas engrasadas y malolientes, con el pecho cubierto por las cicatrices iniciáticas a que se someten los indios al alcanzar la edad viril, que habrá matado y arrancado cabelleras de blancos y que violaría a su rubia hermana de sangre si la capturara. Que la rosada niñita de siete tendrá ahora unos dieciséis y que cargará con un par de críos mestizos, de algún guerrero. Que la madre perdida por unos patanes llevará tanto tiempo como esposa de un indio que -como así sucede en el emotivo encuentro de Stewart con quien fue la señora Clegg un día- no querrá ni oír hablar de volver a ver a su antiguo marido y a sus vástagos ya crecidos ("Oh, no, no les hable de mí, ellos no deben nunca encontrarme", le dice a Stewart). En Centauros del desierto John Wayne, pese a toda su dureza y su encono y su saña, aún conserva la esperanza. En Dos cabalgan juntos Stewart sabe que no la hay para los colonos. Para él son gente que se quiere engañar y que se ha dejado engañar gustosamente por algún congresista de Washington que jamás ha visto a un indio en persona. Por tanto carece de escrúpulos a la hora de coger su dinero, los considera unos ilusos que no aprenderán hasta que vean con sus ojos en qué se han convertido sus añorados hijos y mujeres raptados. El teniente Jim Gary (Richard Widmark) que lo acompaña y obliga, y que hasta cierto punto participa de la buena fe y la esperanza de los colonos, se da cuenta, cuando ve a los cautivos, de que Stewart tenía razón al oponerse desde el principio a toda la operación imposible y propagandística. Comprende que no pueden forzar a la señora Clegg a que regrese, es una anciana a la que no se debe ni puede hacer pasar por lo que ella viviría como una enorme vergüenza. Ni a la joven Frieda Knudsen, que en efecto tiene ya un par de vástagos con un comanche, son su presente y su futuro, y el pasado con sus padres blancos es literalmente eso, pasado, más que nunca. Centauros del desierto y Dos cabalgan juntos se completan la una a la otra y se encuentran a una altura pareja, entre las cimas del western y de la historia del cine. Sólo que en una el tiempo aún transcurre y en la otra ya se ha acabado. No es difícil imaginar cuál es la más amarga.
lunes, 21 de julio de 2008
Obesidad
Tiro al gordo
Los medios británicos estigmatizan a la gente con sobrepeso
WALTER OPPENHEIMER - Londres - El País, 21/07/2008
El tiro al gordo parece uno de los deportes favoritos del Reino Unido. Aunque algunos expertos opinan que el tratamiento de los medios británicos es mucho más constructivo ahora que en el pasado reciente, la presión mediática acerca de la obesidad es constante y suele ser bastante cruel. A menudo con la mejor de las intenciones. Con frecuencia, con intenciones menos benévolas.
Unos 1.600 millones de adultos tienen sobrepeso y 400 millones son obesos. Las noticias sobre los efectos nocivos de la obesidad son paralelas al estigma de los gordos, especialmente en Reino Unido. Algunos Gobiernos adoptan medidas drásticas. Desde multas en Japón hasta la prohibición de grasas saturadas en Nueva York. En España, el 52% de la población sufre este problema.
Se ha llegado a afirmar que es una amenaza mayor que el cambio climático
"Las aseguradoras imponen una tasa del 50% a los obesos", destaca un titular
El caso más reciente lo ha protagonizado Fern Britton, una de las presentadoras de televisión más populares del país. Fern, de 50 años, es una mujer de mucho peso que en los dos últimos años ha ido reduciendo espectacularmente su silueta. Ella no daba explicaciones, pero su marido, el directivo de televisión Phil Vickery, explicó en una entrevista que la razón del adelgazamiento era muy simple: "Hace bicicleta, pasea al perro y come con prudencia, es tan sencillo como eso". Luego se supo que en realidad se había sometido a una operación de reducción de estómago y los cumplidos se convirtieron en feroces ataques. En parte justificados, porque Fern anunciaba comidas dietéticas y muchos se han sentido engañados.
El doctor Colin Waine, presidente del Foro Nacional sobre la Obesidad, declaró a este periódico que se sentía "decepcionado por la manera en que los medios han irrumpido en la vida personal de Fern Britton". "Las celebridades también tienen derecho a la confidencialidad. La intrusión en su vida privada es lamentable".
El caso de Fern Britton no es único. Los personajes obesos son sometidos a caricatura permanente por la prensa. Uno de los objetivos preferidos de los medios es John Prescott, hasta hace poco viceprimer ministro del Gobierno laborista. No sólo gordo sino bastante tosco en sus formas, Prescott explicó recientemente que desde hace años padece bulimia y que tiene problemas psicológicos serios con la comida. No han faltado reacciones de ánimo, pero han abundado también los artículos ridiculizándole.
"La manera en que los medios reflejan la obesidad se basa en el estereotipo negativo del problema del sobrepeso", opina Charlene Shoneye, dietista de Weight Concern, un grupo que ayuda a la gente con exceso de peso a superar sus problemas físicos y psicológicos. "Usan a menudo la palabra obeso y retratan a quienes padecen obesidad mórbida, con un índice de masa corporal de 45 o 50. Utilizan la imagen de una parte muy pequeña de la población para referirse a una gran parte de la población. Por eso, la gente escucha la palabra obesidad y no la relacionan con ellos mismos", añade.
Los mensajes sobre la obesidad son constantes y variopintos. Basta con prestar atención a los titulares publicados sobre el tema por un solo diario, The Daily Mail, en unos pocos meses. "Fumadores, bebedores y obesos, cuidado: manteneos en forma o corréis el riesgo de perder la Seguridad Social", dice un titular. En realidad, lo que ocurre es que "desde el punto de vista médico hay ciertos procedimientos a seguir y a veces es muy peligroso intervenir a gente de cierto peso", explica Charlene Shoneye.
"Ofrecen mejores pensiones a los fumadores, los bebedores y los que comen que a los que están sanos y en forma", dice otro titular, sacando de contexto la paradoja de que algunas aseguradoras ofrecen mayores incentivos a esos grupos de riesgo porque saben que vivirán menos. "Las aseguradoras de vida imponen una tasa del 50% a los gordos", asegura otro titular en sentido opuesto al anterior. "Las aseguradoras ofrecen un descuento del 75% a quienes van al gimnasio", explica otro titular, mucho más constructivo.
"Una píldora contra la obesidad basada en cannabis reduce en un tercio las calorías que se ingieren", "La obesidad se dispara mientras cientos son tratados cada día de problemas de salud", "Las clases de cocina serán obligatorias en la escuela", "Los extravertidos tienen más posibilidades de tener sobrepeso", rezan otros titulares. "El Gobierno quiere acabar con la epidemia de obesidad pagando a la gente gorda para que pierda peso", explica el diario. Se trata de dar vales canjeables por comida sana. "¿Dinero de los contribuyentes para perder peso? De la forma en que se desperdicia nuestro dinero pronto seremos tan pobres que todos estaremos tan canijos como mi mujer", protesta un comentarista contrario a esa idea.
Más mensajes: "Los maestros, obligados a controlar qué traen los niños para almorzar", "Los supermercados deberán unificar las etiquetas con información sobre los alimentos para luchar contra la obesidad", "Una cuarta parte de las mujeres tienen riesgo de enfermedades del corazón porque están gordas", "Revelación: por qué los pacientes sanos cuestan más que los fumadores y los obesos". Respuesta: porque viven más tiempo. "Por qué los endulzantes bajos en calorías engordan más que el azúcar", explica otro titular, añadiendo confusión al debate. "La bomba de relojería de la obesidad es una amenaza mayor para el planeta que el cambio climático", asegura un titular especialmente drástico.
Cualquiera se siente capaz de opinar sobre la cuestión. Un controvertido crítico gastronómico, Giles Coren, propuso hace dos años imponer un impuesto directo a los obesos que incrementara su IRPF de acuerdo con su índice de masa corporal: cuanto más obeso, más impuestos. "Eso refleja su grave falta de conocimiento sobre las causas de la obesidad", opina el doctor Waine. Pero la propuesta de Coren no sólo reflejaba ignorancia en el fondo, sino un profundo desdén en la forma. "¿Cuántos gordos ha visto usted hoy? ¿Ha cruzado el lechero el jardín de su casa andando como un pato con piernas como kebabs gigantes? ¿Estaba sudando el tío del quiosco cuando le ha devuelto el cambio con su rechoncha mano?", empieza el artículo de prensa en el que Coren lanzaba su propuesta.
Los medios británicos estigmatizan a la gente con sobrepeso
WALTER OPPENHEIMER - Londres - El País, 21/07/2008
El tiro al gordo parece uno de los deportes favoritos del Reino Unido. Aunque algunos expertos opinan que el tratamiento de los medios británicos es mucho más constructivo ahora que en el pasado reciente, la presión mediática acerca de la obesidad es constante y suele ser bastante cruel. A menudo con la mejor de las intenciones. Con frecuencia, con intenciones menos benévolas.
Unos 1.600 millones de adultos tienen sobrepeso y 400 millones son obesos. Las noticias sobre los efectos nocivos de la obesidad son paralelas al estigma de los gordos, especialmente en Reino Unido. Algunos Gobiernos adoptan medidas drásticas. Desde multas en Japón hasta la prohibición de grasas saturadas en Nueva York. En España, el 52% de la población sufre este problema.
Se ha llegado a afirmar que es una amenaza mayor que el cambio climático
"Las aseguradoras imponen una tasa del 50% a los obesos", destaca un titular
El caso más reciente lo ha protagonizado Fern Britton, una de las presentadoras de televisión más populares del país. Fern, de 50 años, es una mujer de mucho peso que en los dos últimos años ha ido reduciendo espectacularmente su silueta. Ella no daba explicaciones, pero su marido, el directivo de televisión Phil Vickery, explicó en una entrevista que la razón del adelgazamiento era muy simple: "Hace bicicleta, pasea al perro y come con prudencia, es tan sencillo como eso". Luego se supo que en realidad se había sometido a una operación de reducción de estómago y los cumplidos se convirtieron en feroces ataques. En parte justificados, porque Fern anunciaba comidas dietéticas y muchos se han sentido engañados.
El doctor Colin Waine, presidente del Foro Nacional sobre la Obesidad, declaró a este periódico que se sentía "decepcionado por la manera en que los medios han irrumpido en la vida personal de Fern Britton". "Las celebridades también tienen derecho a la confidencialidad. La intrusión en su vida privada es lamentable".
El caso de Fern Britton no es único. Los personajes obesos son sometidos a caricatura permanente por la prensa. Uno de los objetivos preferidos de los medios es John Prescott, hasta hace poco viceprimer ministro del Gobierno laborista. No sólo gordo sino bastante tosco en sus formas, Prescott explicó recientemente que desde hace años padece bulimia y que tiene problemas psicológicos serios con la comida. No han faltado reacciones de ánimo, pero han abundado también los artículos ridiculizándole.
"La manera en que los medios reflejan la obesidad se basa en el estereotipo negativo del problema del sobrepeso", opina Charlene Shoneye, dietista de Weight Concern, un grupo que ayuda a la gente con exceso de peso a superar sus problemas físicos y psicológicos. "Usan a menudo la palabra obeso y retratan a quienes padecen obesidad mórbida, con un índice de masa corporal de 45 o 50. Utilizan la imagen de una parte muy pequeña de la población para referirse a una gran parte de la población. Por eso, la gente escucha la palabra obesidad y no la relacionan con ellos mismos", añade.
Los mensajes sobre la obesidad son constantes y variopintos. Basta con prestar atención a los titulares publicados sobre el tema por un solo diario, The Daily Mail, en unos pocos meses. "Fumadores, bebedores y obesos, cuidado: manteneos en forma o corréis el riesgo de perder la Seguridad Social", dice un titular. En realidad, lo que ocurre es que "desde el punto de vista médico hay ciertos procedimientos a seguir y a veces es muy peligroso intervenir a gente de cierto peso", explica Charlene Shoneye.
"Ofrecen mejores pensiones a los fumadores, los bebedores y los que comen que a los que están sanos y en forma", dice otro titular, sacando de contexto la paradoja de que algunas aseguradoras ofrecen mayores incentivos a esos grupos de riesgo porque saben que vivirán menos. "Las aseguradoras de vida imponen una tasa del 50% a los gordos", asegura otro titular en sentido opuesto al anterior. "Las aseguradoras ofrecen un descuento del 75% a quienes van al gimnasio", explica otro titular, mucho más constructivo.
"Una píldora contra la obesidad basada en cannabis reduce en un tercio las calorías que se ingieren", "La obesidad se dispara mientras cientos son tratados cada día de problemas de salud", "Las clases de cocina serán obligatorias en la escuela", "Los extravertidos tienen más posibilidades de tener sobrepeso", rezan otros titulares. "El Gobierno quiere acabar con la epidemia de obesidad pagando a la gente gorda para que pierda peso", explica el diario. Se trata de dar vales canjeables por comida sana. "¿Dinero de los contribuyentes para perder peso? De la forma en que se desperdicia nuestro dinero pronto seremos tan pobres que todos estaremos tan canijos como mi mujer", protesta un comentarista contrario a esa idea.
Más mensajes: "Los maestros, obligados a controlar qué traen los niños para almorzar", "Los supermercados deberán unificar las etiquetas con información sobre los alimentos para luchar contra la obesidad", "Una cuarta parte de las mujeres tienen riesgo de enfermedades del corazón porque están gordas", "Revelación: por qué los pacientes sanos cuestan más que los fumadores y los obesos". Respuesta: porque viven más tiempo. "Por qué los endulzantes bajos en calorías engordan más que el azúcar", explica otro titular, añadiendo confusión al debate. "La bomba de relojería de la obesidad es una amenaza mayor para el planeta que el cambio climático", asegura un titular especialmente drástico.
Cualquiera se siente capaz de opinar sobre la cuestión. Un controvertido crítico gastronómico, Giles Coren, propuso hace dos años imponer un impuesto directo a los obesos que incrementara su IRPF de acuerdo con su índice de masa corporal: cuanto más obeso, más impuestos. "Eso refleja su grave falta de conocimiento sobre las causas de la obesidad", opina el doctor Waine. Pero la propuesta de Coren no sólo reflejaba ignorancia en el fondo, sino un profundo desdén en la forma. "¿Cuántos gordos ha visto usted hoy? ¿Ha cruzado el lechero el jardín de su casa andando como un pato con piernas como kebabs gigantes? ¿Estaba sudando el tío del quiosco cuando le ha devuelto el cambio con su rechoncha mano?", empieza el artículo de prensa en el que Coren lanzaba su propuesta.
Defectos del Neoliberalismo
¿El fin del neoliberalismo?
JOSEPH E.STIGLITZ El País, 20/07/2008
El mundo no ha sido amable con el neoliberalismo, esa caja de sorpresas de las ideas que se basa en la noción fundamentalista de que los mercados se corrigen a sí mismos, asignan los recursos con eficiencia y sirven bien al interés público. Este fundamentalismo del mercado estuvo detrás del thatcherismo, la reaganomía y el denominado "consenso de Washington", todos ellos a favor de la privatización, de la liberalización y de los bancos centrales independientes y preocupados exclusivamente por la inflación.
El fundamentalismo del mercado sirve a ciertos intereses y la teoría económica no lo respalda
Durante un cuarto de siglo, los países en vías de desarrollo han estado en pugna, y está claro quiénes son los perdedores: aquellos que siguieron políticas neoliberales no sólo han perdido la lotería del crecimiento, sino que cuando esos países crecían, los beneficios iban a parar desproporcionadamente a las clases más altas.
Aunque los neoliberales no quieren admitirlo, su ideología también ha fracasado en otra prueba. Nadie puede afirmar que los mercados financieros hicieran un trabajo estelar en la asignación de recursos a finales de la década de 1990, cuando un 97% de las inversiones en fibra óptica necesitaron años para ver la luz. Pero al menos ese error tuvo una ventaja inesperada: con la bajada de los costes de la comunicación, India y China se integraron más en la economía mundial.
Pero es difícil ver muchas ventajas en la enorme e inadecuada asignación de recursos al sector de la vivienda. Las casas construidas recientemente para familias que no podían pagarlas se están deteriorando a medida que millones de estas familias se ven obligadas a dejar su hogar y sólo quedan en pie las fachadas. En algunas comunidades el Gobierno ha tomado por fin cartas en el asunto y está retirando los restos. En otras, la destrucción se extiende. De modo que incluso aquellos que han sido ciudadanos modelo, endeudándose con prudencia y manteniendo sus casas, descubren ahora que los mercados han hecho que disminuya el valor de su vivienda más allá de las peores pesadillas.
Ciertamente, este exceso de inversión en el sector inmobiliario tuvo sus beneficios a corto plazo: algunos estadounidenses disfrutaron, aunque sólo fuera durante unos meses, de los placeres de ser propietarios y de vivir en una casa más grande de lo que podían permitirse. ¡Pero a qué precio para sí mismos y para la economía mundial! Millones perderán los ahorros de su vida con la casa. Y las ejecuciones de hipotecas de viviendas han precipitado una recesión mundial. Cada vez se coincide más en el pronóstico: esta crisis será prolongada y extensa.
Y los mercados tampoco nos prepararon bien para el encarecimiento del petróleo y los alimentos. Por supuesto, ninguno de los sectores es un ejemplo de economía de libre mercado, pero ése es en parte el argumento: la retórica del libre mercado se usa selectivamente; se asume cuando sirve a intereses especiales y se descarta cuando no es así.
Quizá una de las pocas virtudes del Gobierno de George W. Bush es que el desfase entre retórica y realidad es menor que con Ronald Reagan. A pesar de toda su retórica de libre mercado, Reagan impuso restricciones comerciales a mansalva, incluidas las famosas restricciones de exportación "voluntarias" a los automóviles.
Las políticas de Bush han sido peores, pero el grado en que ha servido abiertamente al complejo industrial y militar estadounidense ha sido más meridiano. La única vez que el Gobierno de Bush se volvió ecológico fue cuando empezó a subvencionar el etanol, cuyas ventajas para el medio ambiente son dudosas. Las distorsiones del mercado de la energía (en especial a través del sistema tributario) continúan, y si Bush hubiera podido salirse con la suya, las cosas estarían peor.
Esta mezcla de retórica de libre mercado e intervención estatal ha funcionado especialmente mal para los países en vías de desarrollo. Se les dijo que dejasen de intervenir en la agricultura, con lo cual sus agricultores quedaron expuestos a una devastadora competencia por parte de Estados Unidos y Europa. Sus agricultores habrían podido competir con los estadounidenses y los europeos, pero no con las subvenciones estadounidenses y europeas. No es de extrañar que las inversiones en agricultura en los países en vías de desarrollo desaparecieran y que el desfase alimentario se agravara.
Los que prodigaron este mal consejo no tienen que preocuparse de mantener un seguro contra demandas por negligencia. Los costes los soportarán los países en vías de desarrollo, en especial los pobres. Este año veremos un gran aumento de la pobreza, sobre todo si la medimos correctamente.
Dicho de manera más sencilla, en un mundo de abundancia, millones de personas en los países en desarrollo siguen sin poder pagar las necesidades nutricionales básicas. En muchos países, la subida de precios de los alimentos y la energía tendrá consecuencias especialmente devastadoras para los pobres, porque estos artículos constituyen una parte más elevada de sus gastos.
El enfado en todo el mundo es palpable. Los especuladores son blanco de buena parte de esa ira, lo cual no es sorprendente. Los especuladores sostienen que no son la causa del problema, sino que simplemente se dedican al "descubrimiento de precios", o en otras palabras, están descubriendo -un poco tarde para hacer mucho respecto al problema este año- que hay escasez.
Pero ésa es una respuesta poco honrada. Las expectativas de subida y volatilidad de los precios animan a cientos de millones de agricultores a tomar precauciones. Puede que ganen más dinero si guardan un poco de su grano hoy para venderlo más tarde; y si no lo hacen, no podrán pagarlo si la cosecha del año siguiente es menor de lo esperado. Un poco de grano sacado del mercado por cientos de millones de agricultores de todo el mundo se convierte en mucho.
Los defensores del fundamentalismo del mercado quieren achacar la culpa no a los fallos del mercado sino a los fallos del Gobierno. Cuentan que un alto cargo chino decía que el problema era que el Gobierno estadounidense debería haber hecho más por ayudar a los estadounidenses de rentas bajas con sus viviendas. Estoy de acuerdo. Pero eso no cambia los hechos: los bancos estadounidenses gestionaron mal el riesgo en una escala monumental, y esto tuvo repercusiones mundiales, mientras que los que dirigen estas instituciones se han ido con miles de millones de dólares como compensación.
Actualmente percibimos un desajuste entre los beneficios sociales y los privados. Pero a menos que estén escrupulosamente alineados, el sistema de mercado no podrá funcionar bien.
El fundamentalismo de mercado neoliberal siempre ha sido una doctrina política que sirve a determinados intereses. Nunca ha estado respaldado por la teoría económica. Y, como debería haber quedado claro, tampoco está respaldado por la experiencia histórica. Aprender esta lección tal vez sea un rayo de luz en medio de la nube que ahora se cierne sobre la economía mundial.
Joseph E. Stiglitz es catedrático de la Universidad de Columbia y recibió el Premio Nobel de Economía en 2001. Su último libro, escrito con Linda Bilmes, es La guerra de los tres billones de dólares. Project Syndicate, 2008.
JOSEPH E.STIGLITZ El País, 20/07/2008
El mundo no ha sido amable con el neoliberalismo, esa caja de sorpresas de las ideas que se basa en la noción fundamentalista de que los mercados se corrigen a sí mismos, asignan los recursos con eficiencia y sirven bien al interés público. Este fundamentalismo del mercado estuvo detrás del thatcherismo, la reaganomía y el denominado "consenso de Washington", todos ellos a favor de la privatización, de la liberalización y de los bancos centrales independientes y preocupados exclusivamente por la inflación.
El fundamentalismo del mercado sirve a ciertos intereses y la teoría económica no lo respalda
Durante un cuarto de siglo, los países en vías de desarrollo han estado en pugna, y está claro quiénes son los perdedores: aquellos que siguieron políticas neoliberales no sólo han perdido la lotería del crecimiento, sino que cuando esos países crecían, los beneficios iban a parar desproporcionadamente a las clases más altas.
Aunque los neoliberales no quieren admitirlo, su ideología también ha fracasado en otra prueba. Nadie puede afirmar que los mercados financieros hicieran un trabajo estelar en la asignación de recursos a finales de la década de 1990, cuando un 97% de las inversiones en fibra óptica necesitaron años para ver la luz. Pero al menos ese error tuvo una ventaja inesperada: con la bajada de los costes de la comunicación, India y China se integraron más en la economía mundial.
Pero es difícil ver muchas ventajas en la enorme e inadecuada asignación de recursos al sector de la vivienda. Las casas construidas recientemente para familias que no podían pagarlas se están deteriorando a medida que millones de estas familias se ven obligadas a dejar su hogar y sólo quedan en pie las fachadas. En algunas comunidades el Gobierno ha tomado por fin cartas en el asunto y está retirando los restos. En otras, la destrucción se extiende. De modo que incluso aquellos que han sido ciudadanos modelo, endeudándose con prudencia y manteniendo sus casas, descubren ahora que los mercados han hecho que disminuya el valor de su vivienda más allá de las peores pesadillas.
Ciertamente, este exceso de inversión en el sector inmobiliario tuvo sus beneficios a corto plazo: algunos estadounidenses disfrutaron, aunque sólo fuera durante unos meses, de los placeres de ser propietarios y de vivir en una casa más grande de lo que podían permitirse. ¡Pero a qué precio para sí mismos y para la economía mundial! Millones perderán los ahorros de su vida con la casa. Y las ejecuciones de hipotecas de viviendas han precipitado una recesión mundial. Cada vez se coincide más en el pronóstico: esta crisis será prolongada y extensa.
Y los mercados tampoco nos prepararon bien para el encarecimiento del petróleo y los alimentos. Por supuesto, ninguno de los sectores es un ejemplo de economía de libre mercado, pero ése es en parte el argumento: la retórica del libre mercado se usa selectivamente; se asume cuando sirve a intereses especiales y se descarta cuando no es así.
Quizá una de las pocas virtudes del Gobierno de George W. Bush es que el desfase entre retórica y realidad es menor que con Ronald Reagan. A pesar de toda su retórica de libre mercado, Reagan impuso restricciones comerciales a mansalva, incluidas las famosas restricciones de exportación "voluntarias" a los automóviles.
Las políticas de Bush han sido peores, pero el grado en que ha servido abiertamente al complejo industrial y militar estadounidense ha sido más meridiano. La única vez que el Gobierno de Bush se volvió ecológico fue cuando empezó a subvencionar el etanol, cuyas ventajas para el medio ambiente son dudosas. Las distorsiones del mercado de la energía (en especial a través del sistema tributario) continúan, y si Bush hubiera podido salirse con la suya, las cosas estarían peor.
Esta mezcla de retórica de libre mercado e intervención estatal ha funcionado especialmente mal para los países en vías de desarrollo. Se les dijo que dejasen de intervenir en la agricultura, con lo cual sus agricultores quedaron expuestos a una devastadora competencia por parte de Estados Unidos y Europa. Sus agricultores habrían podido competir con los estadounidenses y los europeos, pero no con las subvenciones estadounidenses y europeas. No es de extrañar que las inversiones en agricultura en los países en vías de desarrollo desaparecieran y que el desfase alimentario se agravara.
Los que prodigaron este mal consejo no tienen que preocuparse de mantener un seguro contra demandas por negligencia. Los costes los soportarán los países en vías de desarrollo, en especial los pobres. Este año veremos un gran aumento de la pobreza, sobre todo si la medimos correctamente.
Dicho de manera más sencilla, en un mundo de abundancia, millones de personas en los países en desarrollo siguen sin poder pagar las necesidades nutricionales básicas. En muchos países, la subida de precios de los alimentos y la energía tendrá consecuencias especialmente devastadoras para los pobres, porque estos artículos constituyen una parte más elevada de sus gastos.
El enfado en todo el mundo es palpable. Los especuladores son blanco de buena parte de esa ira, lo cual no es sorprendente. Los especuladores sostienen que no son la causa del problema, sino que simplemente se dedican al "descubrimiento de precios", o en otras palabras, están descubriendo -un poco tarde para hacer mucho respecto al problema este año- que hay escasez.
Pero ésa es una respuesta poco honrada. Las expectativas de subida y volatilidad de los precios animan a cientos de millones de agricultores a tomar precauciones. Puede que ganen más dinero si guardan un poco de su grano hoy para venderlo más tarde; y si no lo hacen, no podrán pagarlo si la cosecha del año siguiente es menor de lo esperado. Un poco de grano sacado del mercado por cientos de millones de agricultores de todo el mundo se convierte en mucho.
Los defensores del fundamentalismo del mercado quieren achacar la culpa no a los fallos del mercado sino a los fallos del Gobierno. Cuentan que un alto cargo chino decía que el problema era que el Gobierno estadounidense debería haber hecho más por ayudar a los estadounidenses de rentas bajas con sus viviendas. Estoy de acuerdo. Pero eso no cambia los hechos: los bancos estadounidenses gestionaron mal el riesgo en una escala monumental, y esto tuvo repercusiones mundiales, mientras que los que dirigen estas instituciones se han ido con miles de millones de dólares como compensación.
Actualmente percibimos un desajuste entre los beneficios sociales y los privados. Pero a menos que estén escrupulosamente alineados, el sistema de mercado no podrá funcionar bien.
El fundamentalismo de mercado neoliberal siempre ha sido una doctrina política que sirve a determinados intereses. Nunca ha estado respaldado por la teoría económica. Y, como debería haber quedado claro, tampoco está respaldado por la experiencia histórica. Aprender esta lección tal vez sea un rayo de luz en medio de la nube que ahora se cierne sobre la economía mundial.
Joseph E. Stiglitz es catedrático de la Universidad de Columbia y recibió el Premio Nobel de Economía en 2001. Su último libro, escrito con Linda Bilmes, es La guerra de los tres billones de dólares. Project Syndicate, 2008.
domingo, 20 de julio de 2008
El humor tras el telón de acero
Todo fue un gran chiste
Un libro relata la historia de los países comunistas del Este de Europa a través del humor
GUILLERMO ALTARES - Madrid El País, - 20/07/2008
"¿Qué hay más frío que el agua fría en Rumania? El agua caliente". Mientras caminaba por uno de los delirantes bulevares construidos por Ceausescu en Bucarest, rodeado de horribles colmenas de viviendas aluminosas recién construidas y que ya se caían a trozos, le contaron este chiste al periodista británico Ben Lewis. "Simple, preciso, bello y verdadero como un haiku japonés", relata. Entonces se puso a recopilar y buscar chistes en los países del antiguo bloque comunista y descubrió que se podía contar la historia de lo que ocurrió al otro lado del telón de acero a través del humor, desde la revolución soviética hasta la caída del muro de Berlín. Lewis ha recopilado esta monumental investigación en Hammer & Tickle (juego de palabras que se puede traducir como El martillo y la risa), un libro instructivo, surrealista y, sobre todo, muy divertido, que acaba de ser publicado en el Reino Unido por Weidenfeld & Nicolson.
"Las bromas eran una forma de mantener nuestra dignidad", le relató una mujer húngara
"En ciertas culturas se producen determinadas formas de expresión que alcanzan un papel muy importante y que sirven para definir sus ideas y sus valores. Los griegos tenían sus mitos, los isabelinos el teatro. Tras la II Guerra Mundial, la música pop definió la cultura occidental. Los comunistas tenían los chistes políticos. El comunismo es el único sistema político que ha producido su propia rama de la comedia", explica Lewis.
"Puedes contar toda la historia del comunismo a través de chistes", dijo a Lewis un antiguo prisionero del Gulag, Simon Vilensky. De hecho, existe una palabra rusa para definir el chiste político: anekdot. Llegaron a formar un inmenso patrimonio oral, sin parangón con lo que ha ocurrido en otras dictaduras: nadie sabía muy bien de dónde venían, pero aparecían constantemente, incluso en los momentos más peligrosos, y se difundían a velocidad de vértigo.
¿Cuál es el país que produjo mejores chistes? "Alemania del Este", responde en conversación telefónica Lewis. "Son chistes precisos y disciplinados, muy alemanes. Ejemplos: ¿Por qué a pesar de la carestía el papel higiénico alemán tiene dos hojas? Porque hay que enviar una copia de todo a Moscú". Un Traban (el coche clásico de Alemania oriental, que parecía una cafetera con ruedas) se encuentra con un burro, que le pregunta: "¿Tú qué eres?". "Un coche". "Sí", replica el burro entre carcajadas, "y yo un caballo".
Los chistes rumanos eran muy negros (¿Por qué Ceausescu organiza un desfile el Primero de Mayo? Para comprobar quién ha sobrevivido al invierno), mientras que los chistes checos eran certeros y surrealistas (¿Cuál es el país más neutral del mundo? Checoslovaquia, porque ni siquiera interfiere en sus propios asuntos internos. ¿Por qué los checos son hermanos más que amigos de los rusos? Porque a los hermanos no se los elige). Los anekdot representan un género en sí mismos. Tras 20 años en un campo de trabajo, un tipo vuelve a casa. Su madre le espera en el andén. La abraza nada más descender la escalinata. "¿Cómo me has reconocido tan rápido después de tanto tiempo?", pregunta la madre. "Por el abrigo", responde.
Cualquiera que conociese bien los antiguos países comunistas del Este de Europa comprenderá hasta qué punto el surrealismo que desprendía la vida cotidiana de esas sociedades presuntamente perfectas podía convertirse fácilmente en humor. Un plan quinquenal, el organigrama de cualquier ministerio o un discurso ante un comité central podrían convertirse, sin mucho esfuerzo, en una película de los hermanos Marx. "Era un mundo absurdo. Las teorías económicas comunistas no funcionaron ni un día: en semanas ya había problemas de abastecimiento. Sin embargo, desde el principio, los periódicos oficiales alababan el triunfo del sistema. La desconexión entre la realidad y la propaganda produjo cientos de chistes", explica Lewis.
Los chistes comunistas son un tema sobre el que se han escrito decenas de libros y hasta una tesis doctoral en Stanford, y no es una casualidad que la primera novela de Milan Kundera gire en torno a una gracia que acaba convertida en una pesadilla (La broma, publicada en 1968). Pero el estudio de Lewis, además del trabajo de campo global y de una inmersión archivística muy valiosa, revela, entre otras cosas, que mucha menos gente de la que se piensa fue a prisión por utilizar el humor como arma política, aunque sí es verdad que hubo tres momentos muy crudos: las grandes purgas estalinistas y las represiones de las rebeliones húngara, en 1956, y checoslovaca, en 1968.
Las bromas eran "a veces un termómetro, otras un termostato" de una opinión pública que tenía muy pocas otras formas de expresión. "Es imposible imaginar ahora hasta qué punto los chistes eran importantes para nosotros. Era una forma de mantener nuestra dignidad", le relató una mujer húngara, viuda de un ciudadano que fue enviado a trabajos forzados por contar chistes. Lewis retoma una de las citas más famosas de George Orwell ("Cada chiste es una pequeña revolución") para explicar la importancia que tuvo el humor en aquellos tiempos de acero, un humor implacable que reflejó todos y cada uno de los acontecimientos que marcaron el socialismo y que, sobre todo, reflejó la misma esencia del sistema comunista: el absurdo.
Aprovechando la apertura que desembocó en la Primavera de Praga, el escritor eslovaco Jan Kalina tuvo la idea de enviar a imprenta un libro llamado 1001 chistes, con tan mala fortuna que, como era habitual, no había papel. Pero la verdadera mala suerte empezó cuando, en 1969, llegó el papel y a alguien se le ocurrió sacar el libro... en plena represión posterior a la invasión soviética. Los 25.000 ejemplares se vendieron en dos semanas. A Kalina le llenaron la casa de micrófonos y, tres años más tarde, fue llevado ante los tribunales. Cuando el juez le espetó que los micros los pusieron los servicios secretos occidentales, respondió: "Qué chiste más bueno. Es una pena que no esté en mi libro". Fue condenado a dos años de prisión. Y eso no fue un chiste.
Humor negro en el Gulag
- Tres tipos están charlando en un Gulag y acaban por hablar de los motivos por los que han sido deportados. "Yo estoy aquí porque siempre llegaba cinco minutos tarde a trabajar y me acusaron de sabotaje", dice el primero. "Yo estoy aquí porque siempre llegaba cinco minutos antes a trabajar y me acusaron de espionaje", afirma el segundo. "Yo estoy aquí porque siempre llegaba puntual y descubrieron que tenía un reloj americano", exclama el tercero.
Un libro relata la historia de los países comunistas del Este de Europa a través del humor
GUILLERMO ALTARES - Madrid El País, - 20/07/2008
"¿Qué hay más frío que el agua fría en Rumania? El agua caliente". Mientras caminaba por uno de los delirantes bulevares construidos por Ceausescu en Bucarest, rodeado de horribles colmenas de viviendas aluminosas recién construidas y que ya se caían a trozos, le contaron este chiste al periodista británico Ben Lewis. "Simple, preciso, bello y verdadero como un haiku japonés", relata. Entonces se puso a recopilar y buscar chistes en los países del antiguo bloque comunista y descubrió que se podía contar la historia de lo que ocurrió al otro lado del telón de acero a través del humor, desde la revolución soviética hasta la caída del muro de Berlín. Lewis ha recopilado esta monumental investigación en Hammer & Tickle (juego de palabras que se puede traducir como El martillo y la risa), un libro instructivo, surrealista y, sobre todo, muy divertido, que acaba de ser publicado en el Reino Unido por Weidenfeld & Nicolson.
"Las bromas eran una forma de mantener nuestra dignidad", le relató una mujer húngara
"En ciertas culturas se producen determinadas formas de expresión que alcanzan un papel muy importante y que sirven para definir sus ideas y sus valores. Los griegos tenían sus mitos, los isabelinos el teatro. Tras la II Guerra Mundial, la música pop definió la cultura occidental. Los comunistas tenían los chistes políticos. El comunismo es el único sistema político que ha producido su propia rama de la comedia", explica Lewis.
"Puedes contar toda la historia del comunismo a través de chistes", dijo a Lewis un antiguo prisionero del Gulag, Simon Vilensky. De hecho, existe una palabra rusa para definir el chiste político: anekdot. Llegaron a formar un inmenso patrimonio oral, sin parangón con lo que ha ocurrido en otras dictaduras: nadie sabía muy bien de dónde venían, pero aparecían constantemente, incluso en los momentos más peligrosos, y se difundían a velocidad de vértigo.
¿Cuál es el país que produjo mejores chistes? "Alemania del Este", responde en conversación telefónica Lewis. "Son chistes precisos y disciplinados, muy alemanes. Ejemplos: ¿Por qué a pesar de la carestía el papel higiénico alemán tiene dos hojas? Porque hay que enviar una copia de todo a Moscú". Un Traban (el coche clásico de Alemania oriental, que parecía una cafetera con ruedas) se encuentra con un burro, que le pregunta: "¿Tú qué eres?". "Un coche". "Sí", replica el burro entre carcajadas, "y yo un caballo".
Los chistes rumanos eran muy negros (¿Por qué Ceausescu organiza un desfile el Primero de Mayo? Para comprobar quién ha sobrevivido al invierno), mientras que los chistes checos eran certeros y surrealistas (¿Cuál es el país más neutral del mundo? Checoslovaquia, porque ni siquiera interfiere en sus propios asuntos internos. ¿Por qué los checos son hermanos más que amigos de los rusos? Porque a los hermanos no se los elige). Los anekdot representan un género en sí mismos. Tras 20 años en un campo de trabajo, un tipo vuelve a casa. Su madre le espera en el andén. La abraza nada más descender la escalinata. "¿Cómo me has reconocido tan rápido después de tanto tiempo?", pregunta la madre. "Por el abrigo", responde.
Cualquiera que conociese bien los antiguos países comunistas del Este de Europa comprenderá hasta qué punto el surrealismo que desprendía la vida cotidiana de esas sociedades presuntamente perfectas podía convertirse fácilmente en humor. Un plan quinquenal, el organigrama de cualquier ministerio o un discurso ante un comité central podrían convertirse, sin mucho esfuerzo, en una película de los hermanos Marx. "Era un mundo absurdo. Las teorías económicas comunistas no funcionaron ni un día: en semanas ya había problemas de abastecimiento. Sin embargo, desde el principio, los periódicos oficiales alababan el triunfo del sistema. La desconexión entre la realidad y la propaganda produjo cientos de chistes", explica Lewis.
Los chistes comunistas son un tema sobre el que se han escrito decenas de libros y hasta una tesis doctoral en Stanford, y no es una casualidad que la primera novela de Milan Kundera gire en torno a una gracia que acaba convertida en una pesadilla (La broma, publicada en 1968). Pero el estudio de Lewis, además del trabajo de campo global y de una inmersión archivística muy valiosa, revela, entre otras cosas, que mucha menos gente de la que se piensa fue a prisión por utilizar el humor como arma política, aunque sí es verdad que hubo tres momentos muy crudos: las grandes purgas estalinistas y las represiones de las rebeliones húngara, en 1956, y checoslovaca, en 1968.
Las bromas eran "a veces un termómetro, otras un termostato" de una opinión pública que tenía muy pocas otras formas de expresión. "Es imposible imaginar ahora hasta qué punto los chistes eran importantes para nosotros. Era una forma de mantener nuestra dignidad", le relató una mujer húngara, viuda de un ciudadano que fue enviado a trabajos forzados por contar chistes. Lewis retoma una de las citas más famosas de George Orwell ("Cada chiste es una pequeña revolución") para explicar la importancia que tuvo el humor en aquellos tiempos de acero, un humor implacable que reflejó todos y cada uno de los acontecimientos que marcaron el socialismo y que, sobre todo, reflejó la misma esencia del sistema comunista: el absurdo.
Aprovechando la apertura que desembocó en la Primavera de Praga, el escritor eslovaco Jan Kalina tuvo la idea de enviar a imprenta un libro llamado 1001 chistes, con tan mala fortuna que, como era habitual, no había papel. Pero la verdadera mala suerte empezó cuando, en 1969, llegó el papel y a alguien se le ocurrió sacar el libro... en plena represión posterior a la invasión soviética. Los 25.000 ejemplares se vendieron en dos semanas. A Kalina le llenaron la casa de micrófonos y, tres años más tarde, fue llevado ante los tribunales. Cuando el juez le espetó que los micros los pusieron los servicios secretos occidentales, respondió: "Qué chiste más bueno. Es una pena que no esté en mi libro". Fue condenado a dos años de prisión. Y eso no fue un chiste.
Humor negro en el Gulag
- Tres tipos están charlando en un Gulag y acaban por hablar de los motivos por los que han sido deportados. "Yo estoy aquí porque siempre llegaba cinco minutos tarde a trabajar y me acusaron de sabotaje", dice el primero. "Yo estoy aquí porque siempre llegaba cinco minutos antes a trabajar y me acusaron de espionaje", afirma el segundo. "Yo estoy aquí porque siempre llegaba puntual y descubrieron que tenía un reloj americano", exclama el tercero.
sábado, 19 de julio de 2008
Frédéric Beigbeder
El chico malo de Saint-Germain
JESÚS RODRÍGUEZ 19/07/2008
Frédéric Beigbeder escribe desde la cólera. El novelista francés, de 43 años, es también creativo publicitario y televisivo, dj, actor... y un fenómeno mediático. Sus libros son collages de frases magnéticas. Ahora publica Socorro, perdón, un retrato atroz del nuevo capitalismo
Un lunes del pasado mes de febrero, el novelista Frédéric Beigbeder cruzó a las tres de madrugada el umbral de Le Baron, el sofisticado local de moda de París, para fumar un cigarrillo en la desierta avenida Marceau y, de paso, ventilarse unas rayas sobre el capó del primer coche que encontró. Inmenso error. Minutos más tarde era detenido con 2,6 gramos de cocaína en el bolsillo por una pareja de flics de paisano. Intentó huir a la carrera. Apenas sirvió para agravar la situación. "Fue horrible, pasé la noche en la comisaría del distrito VIII; en una celda más pequeña que este lugar" (y con el cuchillo de la mantequilla dibuja un rectángulo invisible en torno a la mesa que ocupamos en Chez Allard). "A la mañana siguiente, el fiscal me reconoció y se propuso dar un escarmiento. Me iba a enterar. La noticia se filtró a la prensa y me encerraron en la Conciergerie, la fortaleza donde estuvo recluida María Antonieta. Al tercer día me soltaron. Ahora tengo que ser bueno e ir a terapia. Pero lo que son las cosas, semanas más tarde, Sarkozy entregaba a mi hermano Charles las insignias de caballero de la Legión de Honor por su trayectoria empresarial en el palacio del Elíseo. Y allí estaba yo. En primera fila. Con mi familia. Frente al presidente. ¡Estuve a punto de meterme un tiro de coca en su exclusivo retrete!".
Es la metáfora de su vida. A mitad de camino del Elíseo y las celdas del Palacio de Justicia; las elegantes veladas en Cannes y los burdeles decadentes; los salones literarios y la telebasura; el Goncourt y miss camiseta mojada. Frédéric Beigbeder, de 43 años, es el último chico malo de Saint-Germain-des-Prés. En cuyas entrañas habita desde que tiene uso de razón. A unos pasos del Café de Flore y frente al portalón donde vivieron Sartre y Simone de Beauvoir. Es su territorio. Aquí come, viste y se emborracha. "Conozco a los camareros y los panaderos, es una vida fácil". Escritor, crítico literario, creativo publicitario, dj, actor, columnista, editor, busto parlante, asesor político, hombre anuncio. "Hago muchas cosas muy deprisa por pura pereza, para acabar pronto, para no cansarme; fue un consejo que me dio una madrugada Roland Topor".
Un fenómeno mediático en Francia. Amado y odiado a partes iguales. Con más fans que lectores. Un profesional del marketing de sí mismo. Bernard Pivot, padre de la mítica emisión literaria Apostrophes, le definía recientemente como "un payaso y un escritor; aunque cada vez menos payaso y cada vez más escritor". Es cierto, Beigbeder está ahogado por su personaje. No puede andar unos metros por París sin que los transeúntes le saluden o denigren. No le molesta. Es muy educado. "Es lo que nos diferencia de los animales". Unos jóvenes le fríen a clics con un móvil frente a un paredón de la Rue de Buci. Sonríe. "No comprendo a esas personas que buscan la fama durante años y cuando la conquistan se quejan. Hay que salir para estar en contacto con la gente, para ver, para escuchar. Un escritor no puede ser un monje. No creo que el escritor tenga que estar metido en casa a las ocho de la tarde para hacer el crucigrama de Le Monde. Que renuncie a vivir para escribir. A Kafka le encantaba divertirse. Hay escritores agonizantes y doloridos, como Flaubert y otros hedonistas hasta el final, como Baudelaire. En el centro estaría Proust, un hombre de largas fiestas nocturnas y también de encerrarse a escribir. Es mi modelo. Trabajo de día, salgo de noche y duermo poco; pero hacer la fiesta no es lo opuesto a hacer un buen libro".
PREGUNTA. ¿Le preocupa no ser tomado en serio como novelista? ¿Ser superado por la frivolidad de su personaje?
RESPUESTA. Yo me desdoblo. Mi vida es seria, trabajar; y luego hay un personaje mediático, de televisión; un tipo tan artificial como la publicidad. Y no voy a luchar contra eso. Además, la televisión me paga muy bien. Una noche de copas conocí en el Club Mathis a Françoise Sagan, a la que siempre se asoció con la droga, el alcohol, la juerga y los Aston Martin. Y me dijo que toda la vida había luchado contra esa imagen en vano. Françoise se empeñaba en decir: "Lean mis libros; vean mi trabajo". Y nadie hacía caso. Era una pérdida de tiempo. Yo no me quejo. Soy un fiestista y ahí están mis libros.
P. ¿Usa drogas para escribir?
R. Escribí un libro tomando éxtasis (Nouvelles sous ecstasy, Gallimard, 1999). Escribir con drogas es agradable pero retrasa la escritura y la reemplaza. La droga empeora mi escritura. Es demasiado buena. Hay escritores con su escritura definida por la droga, Burroughs, Hunter Thompson..., pero a mí no me vale. La coca me hace escribir frases muy cortas y el vodka frases muy largas. Y el éxtasis me provoca problemas con la puntuación. Me quedo con el vino y la cerveza.
Autor de miles de artículos, decenas de reclamos publicitarios y ocho novelas. De 13,99 euros (Anagrama y Quinteto), una cruel sátira del mundo de la publicidad escrita desde el epicentro del negocio y que provocó su despido fulminante de la agencia en la que prestaba sus servicios, vendió más de 400.000 ejemplares en Francia y cerca de un millón en todo el mundo. Traducida a 35 idiomas. Finalista del Premio Goncourt. Ya es película. Windows of the World (Anagrama), pergeñada en el último piso de la Tour Montparnasse, al rebufo de los atentados contra las Torres Gemelas, fue su tercera novela traducida al español y la más intimista y conmovedora; también fue finalista del Goncourt: "Soy un niño de nueve años y los niños no ganan el Goncourt. Además, a nadie le importa el Goncourt. Ya ni siquiera da que hablar. Pregunte quién ganó el año pasado y escuchará un incómodo silencio".
En esa época llegaría también a España su amarga El amor dura tres años (Anagrama y Quinteto), escrita en 1997 en plena crisis sentimental. Y en estos días acaba de ver la luz Socorro, perdón (Anagrama). 100.000 ejemplares vendidos en su país. Traducida a diez idiomas. Una nueva y mordaz emboscada contra el capitalismo; en esta ocasión contra el mundo de las modelos adolescentes reclutadas al precio que sea para vender lo invendible; ambientada en una desenfrenada Rusia hipercapitalista de sexo, orgías, droga y sicarios de gatillo fácil. Todo adobado con la personal búsqueda de Dios de este católico de continua ida y vuelta. "El sistema ultraliberal nos está llevando a consumir seres humanos. Utiliza la belleza de mujeres cada vez más jóvenes para vender cremas y yogures. Es un nuevo tipo de pedofilia. Y nadie parece darse cuenta. Es lo que llamo el fashismo, una mezcla de fashion y fascismo. No se puede dejar todo a merced del mercado. Destruye a las personas. Lo he visto en la publicidad y la televisión. Hay que poner límites. Yo he trabajado para el partido comunista y para Danone. Las reuniones con sus líderes eran muy diferentes: los comunistas contaban con un sueño, equivocado o no; pero con poesía; los ejecutivos de Danone sólo pensaban en manipular a la gente para vender lo máximo posible en el menor tiempo posible".
Este discurso anticapitalista está pronunciado ante un excelente Borgoña, unos espárragos recién arrancados de la tierra y un buen foie. Su jersey es de Zadig & Voltaire; sus viejos botines, Lobb; la chaqueta, Prada. ¿Un capitalista anticapitalista? ¿Un revolucionario de salón? Efectivamente, monsieur Beigbeder es un gran burgués de la rive gauche. Un niño bien. Bien educado y mejor leído. Pero también un quintacolumnista. Un adicto al lujo y al hedonismo desenfrenado del show business, que retrata al tiempo con crueldad esa forma de vida. Un testigo de cargo. "Los grandes escritores cuentan una historia a partir de un mundo que desconocen. Es el caso de Jonathan Littell con Las benévolas, en la que describe el nazismo, el auténtico imperio del mal, como si fuera La guerra de las galaxias. El resultado es sobrecogedor. Yo no soy así; busco mi camino; no cuento nada que me sea desconocido; cuento mi época; la civilización del consumo; hago novelas de mi tiempo; lo que toco y lo que veo. Todo lo que escribo, como hacía Colette, tiene que ser real. Eso me ha pasado con Socorro, perdón. Conozco ese mundo de la belleza artificial. Escribo desde la cólera. Cólera de cómo venden productos a costa de lo que sea; de cómo manipulan el cuerpo femenino para venderlos. Como hubo cólera contra la publicidad en 13,99 euros. Por eso se titulaba así: escribir una novela cuyo título fuera su precio resumía todo; que los seres humanos como las obras de arte o un par de zapatos están hoy definidos por su precio, salario, tique de caja. Yo escribo para provocar algo en mi vida y en la de mis lectores. Odiaba el mundo de la publicidad, quería escapar, escribí 13,99 euros, me despidieron y me hicieron el favor de mi vida. ¡Ya era novelista!".
Beigbeder es un fabricante de frases brillantes. Saltó a la fama en 1994 con un eslogan para Wonderbra. Bajo la fotografía de una bellísima Eva Herzigova, ojos azules y sujetador negro, escribió: "¡Mírame a los ojos! ¡He dicho a los ojos!". Arrasó. Sus novelas son collages de frases magnéticas. Desde joven ha tomado notas en pequeñas libretas de bolsillo (Muji o Moleskine). Mejor capturadas de madrugada. Mejor aún si son diálogos de pareja. En una habitación de su recóndito y elegante tríplex del distrito VI guarda montañas de esos carnés cubiertos de párrafos ilegibles. "Es mi método de trabajo. Luego transcribo esas notas al ordenador y la historia se va organizando en mi cerebro. Tiene algo de periodismo. O de panfletismo. Al final, la novela resultante, como decía Hemingway, es la punta de un iceberg de un trabajo de documentación; el resto, un misterio que se desvanece".
Cuando comenzó a tomar aquellas primeras notas, apenas un adolescente, Beigbeder no pensaba que un día sería escritor. Su destino era servir a Francia. Y ganar dinero. Hijo de un famoso y adinerado cazatalentos francoamericano y de una aristócrata traductora de novelas rosas, Frédéric fue educado en la mejor tradición republicana: cultura gastronómica y literaria, los mejores liceos y la elitista Sciences Po (el Instituto de Estudios Políticos de París). Todo sin salir del barrio. Siempre entre el jardín de Luxemburgo y el Sena. El siguiente paso lógico era ingresar en la ENA, la Escuela Nacional de Administración. Suspendió. Había dormido poco. En aquel 1987, Beigbeder ya era presidente del Caca's Club, el Club des Analphabètes Cons mais Attachants (analfabetos gilipollas pero atractivos). Un lobby de 400 señoritos juerguistas en edad universitaria que arrasaban París con sus fiestas mensuales. Las organizaban los dos hermanos Beigbeder, que conseguían una comisión por cada consumición. De ahí pasaría al mundo de la crónica mundana en Globe y Glamour y haría prácticas en un banco de negocios en Nueva York antes de recalar en la publicidad de nuevo en París con escapadas en la crítica literaria en Voici, Elle, Le Figaro, Le Monde o Lire; la televisión como tertuliano, guionista y presentador y, por fin, la literatura, como novelista y con una incursión de tres años como director editorial de Flammarion entre 2003 y 2006. "Mis enemigos piensan que vivo sin escribir. Se equivocan. Escribir es el mejor medio que conozco de comer. Escribo porque no puedo parar de escribir. Y necesito un patrocinador. Porque ser rico con la literatura te obliga a hacer siempre el mismo libro de éxito para mantener el éxito. Y yo quiero hacer otros libros. Y eso que no tengo necesidad de un yate ni un avión privado, como Sarkozy".
P. ¿No le gusta Sarkozy? ¿No fue miembro del Caca's?
R. Mi hermano le conoce. Yo le entrevisté en Canal +. Y nunca fue a nuestras fiestas. Francia ha caído en picado desde que le hicieron ministro del Interior en 2002. Ha creado un Estado policial. No se puede fumar en público; si bebes, te detienen; si te drogas, acabas en la cárcel. ¿Cuál será la próxima ocurrencia de Sarkozy? ¿Nos va a prohibir el foie?
Capaz de desnudarse en televisión, llegar borracho a un debate en la Academia o convertirse en consejero político del líder del Partido Comunista Francés Robert Hue en las presidenciales de 2002 (obtuvieron el 3,37% de los votos) y arrasar entre las veinteañeras del star system, Beigbeder es el mejor personaje de Beigbeder. Sus novelas están repletas de sus andanzas camufladas bajo los seudónimos de Oscar Dufresne, Octave Parango o Marc Marronier. Siempre un dandi cínico, cocainómano y sentimental. Con el elegante desaliño de su admirado Gainsbourg. París es el escenario. Su experiencia de dj, la banda musical. Su infancia, amores, prostitutas; su selecto guardarropa y hasta la carísima televisión Bang & Olufsen que preside el salón de su casa adornan las páginas de sus novelas. Es una mezcla de ficción y desgarrada autobiografía que el novelista Michel Houellebecq ha bautizado como autoficción prospectiva. Beigbeder resume ese ejercicio literario comparando a sus Octave Parango y Marc Marronier con el Harry Chinaski de Bukowski; el Nathan Zuckerman de Philip Roth o el Dick Diver de Scott Fitzgerald. "Un escritor debe correr el riesgo de desnudarse; ésta es una época en que la literatura debe romper las reglas de lo bien visto por la sociedad. Amo la literatura de confesión. Pero nunca hay un Frédéric en mis novelas; hay un Marc o un Octave. Uso mi intimidad dentro de unos acontecimientos ficticios. Soy y no soy". -
Frédéric Beigbeder. Socorro, perdón.Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2008. 256 páginas. 17 euros.
JESÚS RODRÍGUEZ 19/07/2008
Frédéric Beigbeder escribe desde la cólera. El novelista francés, de 43 años, es también creativo publicitario y televisivo, dj, actor... y un fenómeno mediático. Sus libros son collages de frases magnéticas. Ahora publica Socorro, perdón, un retrato atroz del nuevo capitalismo
Un lunes del pasado mes de febrero, el novelista Frédéric Beigbeder cruzó a las tres de madrugada el umbral de Le Baron, el sofisticado local de moda de París, para fumar un cigarrillo en la desierta avenida Marceau y, de paso, ventilarse unas rayas sobre el capó del primer coche que encontró. Inmenso error. Minutos más tarde era detenido con 2,6 gramos de cocaína en el bolsillo por una pareja de flics de paisano. Intentó huir a la carrera. Apenas sirvió para agravar la situación. "Fue horrible, pasé la noche en la comisaría del distrito VIII; en una celda más pequeña que este lugar" (y con el cuchillo de la mantequilla dibuja un rectángulo invisible en torno a la mesa que ocupamos en Chez Allard). "A la mañana siguiente, el fiscal me reconoció y se propuso dar un escarmiento. Me iba a enterar. La noticia se filtró a la prensa y me encerraron en la Conciergerie, la fortaleza donde estuvo recluida María Antonieta. Al tercer día me soltaron. Ahora tengo que ser bueno e ir a terapia. Pero lo que son las cosas, semanas más tarde, Sarkozy entregaba a mi hermano Charles las insignias de caballero de la Legión de Honor por su trayectoria empresarial en el palacio del Elíseo. Y allí estaba yo. En primera fila. Con mi familia. Frente al presidente. ¡Estuve a punto de meterme un tiro de coca en su exclusivo retrete!".
Es la metáfora de su vida. A mitad de camino del Elíseo y las celdas del Palacio de Justicia; las elegantes veladas en Cannes y los burdeles decadentes; los salones literarios y la telebasura; el Goncourt y miss camiseta mojada. Frédéric Beigbeder, de 43 años, es el último chico malo de Saint-Germain-des-Prés. En cuyas entrañas habita desde que tiene uso de razón. A unos pasos del Café de Flore y frente al portalón donde vivieron Sartre y Simone de Beauvoir. Es su territorio. Aquí come, viste y se emborracha. "Conozco a los camareros y los panaderos, es una vida fácil". Escritor, crítico literario, creativo publicitario, dj, actor, columnista, editor, busto parlante, asesor político, hombre anuncio. "Hago muchas cosas muy deprisa por pura pereza, para acabar pronto, para no cansarme; fue un consejo que me dio una madrugada Roland Topor".
Un fenómeno mediático en Francia. Amado y odiado a partes iguales. Con más fans que lectores. Un profesional del marketing de sí mismo. Bernard Pivot, padre de la mítica emisión literaria Apostrophes, le definía recientemente como "un payaso y un escritor; aunque cada vez menos payaso y cada vez más escritor". Es cierto, Beigbeder está ahogado por su personaje. No puede andar unos metros por París sin que los transeúntes le saluden o denigren. No le molesta. Es muy educado. "Es lo que nos diferencia de los animales". Unos jóvenes le fríen a clics con un móvil frente a un paredón de la Rue de Buci. Sonríe. "No comprendo a esas personas que buscan la fama durante años y cuando la conquistan se quejan. Hay que salir para estar en contacto con la gente, para ver, para escuchar. Un escritor no puede ser un monje. No creo que el escritor tenga que estar metido en casa a las ocho de la tarde para hacer el crucigrama de Le Monde. Que renuncie a vivir para escribir. A Kafka le encantaba divertirse. Hay escritores agonizantes y doloridos, como Flaubert y otros hedonistas hasta el final, como Baudelaire. En el centro estaría Proust, un hombre de largas fiestas nocturnas y también de encerrarse a escribir. Es mi modelo. Trabajo de día, salgo de noche y duermo poco; pero hacer la fiesta no es lo opuesto a hacer un buen libro".
PREGUNTA. ¿Le preocupa no ser tomado en serio como novelista? ¿Ser superado por la frivolidad de su personaje?
RESPUESTA. Yo me desdoblo. Mi vida es seria, trabajar; y luego hay un personaje mediático, de televisión; un tipo tan artificial como la publicidad. Y no voy a luchar contra eso. Además, la televisión me paga muy bien. Una noche de copas conocí en el Club Mathis a Françoise Sagan, a la que siempre se asoció con la droga, el alcohol, la juerga y los Aston Martin. Y me dijo que toda la vida había luchado contra esa imagen en vano. Françoise se empeñaba en decir: "Lean mis libros; vean mi trabajo". Y nadie hacía caso. Era una pérdida de tiempo. Yo no me quejo. Soy un fiestista y ahí están mis libros.
P. ¿Usa drogas para escribir?
R. Escribí un libro tomando éxtasis (Nouvelles sous ecstasy, Gallimard, 1999). Escribir con drogas es agradable pero retrasa la escritura y la reemplaza. La droga empeora mi escritura. Es demasiado buena. Hay escritores con su escritura definida por la droga, Burroughs, Hunter Thompson..., pero a mí no me vale. La coca me hace escribir frases muy cortas y el vodka frases muy largas. Y el éxtasis me provoca problemas con la puntuación. Me quedo con el vino y la cerveza.
Autor de miles de artículos, decenas de reclamos publicitarios y ocho novelas. De 13,99 euros (Anagrama y Quinteto), una cruel sátira del mundo de la publicidad escrita desde el epicentro del negocio y que provocó su despido fulminante de la agencia en la que prestaba sus servicios, vendió más de 400.000 ejemplares en Francia y cerca de un millón en todo el mundo. Traducida a 35 idiomas. Finalista del Premio Goncourt. Ya es película. Windows of the World (Anagrama), pergeñada en el último piso de la Tour Montparnasse, al rebufo de los atentados contra las Torres Gemelas, fue su tercera novela traducida al español y la más intimista y conmovedora; también fue finalista del Goncourt: "Soy un niño de nueve años y los niños no ganan el Goncourt. Además, a nadie le importa el Goncourt. Ya ni siquiera da que hablar. Pregunte quién ganó el año pasado y escuchará un incómodo silencio".
En esa época llegaría también a España su amarga El amor dura tres años (Anagrama y Quinteto), escrita en 1997 en plena crisis sentimental. Y en estos días acaba de ver la luz Socorro, perdón (Anagrama). 100.000 ejemplares vendidos en su país. Traducida a diez idiomas. Una nueva y mordaz emboscada contra el capitalismo; en esta ocasión contra el mundo de las modelos adolescentes reclutadas al precio que sea para vender lo invendible; ambientada en una desenfrenada Rusia hipercapitalista de sexo, orgías, droga y sicarios de gatillo fácil. Todo adobado con la personal búsqueda de Dios de este católico de continua ida y vuelta. "El sistema ultraliberal nos está llevando a consumir seres humanos. Utiliza la belleza de mujeres cada vez más jóvenes para vender cremas y yogures. Es un nuevo tipo de pedofilia. Y nadie parece darse cuenta. Es lo que llamo el fashismo, una mezcla de fashion y fascismo. No se puede dejar todo a merced del mercado. Destruye a las personas. Lo he visto en la publicidad y la televisión. Hay que poner límites. Yo he trabajado para el partido comunista y para Danone. Las reuniones con sus líderes eran muy diferentes: los comunistas contaban con un sueño, equivocado o no; pero con poesía; los ejecutivos de Danone sólo pensaban en manipular a la gente para vender lo máximo posible en el menor tiempo posible".
Este discurso anticapitalista está pronunciado ante un excelente Borgoña, unos espárragos recién arrancados de la tierra y un buen foie. Su jersey es de Zadig & Voltaire; sus viejos botines, Lobb; la chaqueta, Prada. ¿Un capitalista anticapitalista? ¿Un revolucionario de salón? Efectivamente, monsieur Beigbeder es un gran burgués de la rive gauche. Un niño bien. Bien educado y mejor leído. Pero también un quintacolumnista. Un adicto al lujo y al hedonismo desenfrenado del show business, que retrata al tiempo con crueldad esa forma de vida. Un testigo de cargo. "Los grandes escritores cuentan una historia a partir de un mundo que desconocen. Es el caso de Jonathan Littell con Las benévolas, en la que describe el nazismo, el auténtico imperio del mal, como si fuera La guerra de las galaxias. El resultado es sobrecogedor. Yo no soy así; busco mi camino; no cuento nada que me sea desconocido; cuento mi época; la civilización del consumo; hago novelas de mi tiempo; lo que toco y lo que veo. Todo lo que escribo, como hacía Colette, tiene que ser real. Eso me ha pasado con Socorro, perdón. Conozco ese mundo de la belleza artificial. Escribo desde la cólera. Cólera de cómo venden productos a costa de lo que sea; de cómo manipulan el cuerpo femenino para venderlos. Como hubo cólera contra la publicidad en 13,99 euros. Por eso se titulaba así: escribir una novela cuyo título fuera su precio resumía todo; que los seres humanos como las obras de arte o un par de zapatos están hoy definidos por su precio, salario, tique de caja. Yo escribo para provocar algo en mi vida y en la de mis lectores. Odiaba el mundo de la publicidad, quería escapar, escribí 13,99 euros, me despidieron y me hicieron el favor de mi vida. ¡Ya era novelista!".
Beigbeder es un fabricante de frases brillantes. Saltó a la fama en 1994 con un eslogan para Wonderbra. Bajo la fotografía de una bellísima Eva Herzigova, ojos azules y sujetador negro, escribió: "¡Mírame a los ojos! ¡He dicho a los ojos!". Arrasó. Sus novelas son collages de frases magnéticas. Desde joven ha tomado notas en pequeñas libretas de bolsillo (Muji o Moleskine). Mejor capturadas de madrugada. Mejor aún si son diálogos de pareja. En una habitación de su recóndito y elegante tríplex del distrito VI guarda montañas de esos carnés cubiertos de párrafos ilegibles. "Es mi método de trabajo. Luego transcribo esas notas al ordenador y la historia se va organizando en mi cerebro. Tiene algo de periodismo. O de panfletismo. Al final, la novela resultante, como decía Hemingway, es la punta de un iceberg de un trabajo de documentación; el resto, un misterio que se desvanece".
Cuando comenzó a tomar aquellas primeras notas, apenas un adolescente, Beigbeder no pensaba que un día sería escritor. Su destino era servir a Francia. Y ganar dinero. Hijo de un famoso y adinerado cazatalentos francoamericano y de una aristócrata traductora de novelas rosas, Frédéric fue educado en la mejor tradición republicana: cultura gastronómica y literaria, los mejores liceos y la elitista Sciences Po (el Instituto de Estudios Políticos de París). Todo sin salir del barrio. Siempre entre el jardín de Luxemburgo y el Sena. El siguiente paso lógico era ingresar en la ENA, la Escuela Nacional de Administración. Suspendió. Había dormido poco. En aquel 1987, Beigbeder ya era presidente del Caca's Club, el Club des Analphabètes Cons mais Attachants (analfabetos gilipollas pero atractivos). Un lobby de 400 señoritos juerguistas en edad universitaria que arrasaban París con sus fiestas mensuales. Las organizaban los dos hermanos Beigbeder, que conseguían una comisión por cada consumición. De ahí pasaría al mundo de la crónica mundana en Globe y Glamour y haría prácticas en un banco de negocios en Nueva York antes de recalar en la publicidad de nuevo en París con escapadas en la crítica literaria en Voici, Elle, Le Figaro, Le Monde o Lire; la televisión como tertuliano, guionista y presentador y, por fin, la literatura, como novelista y con una incursión de tres años como director editorial de Flammarion entre 2003 y 2006. "Mis enemigos piensan que vivo sin escribir. Se equivocan. Escribir es el mejor medio que conozco de comer. Escribo porque no puedo parar de escribir. Y necesito un patrocinador. Porque ser rico con la literatura te obliga a hacer siempre el mismo libro de éxito para mantener el éxito. Y yo quiero hacer otros libros. Y eso que no tengo necesidad de un yate ni un avión privado, como Sarkozy".
P. ¿No le gusta Sarkozy? ¿No fue miembro del Caca's?
R. Mi hermano le conoce. Yo le entrevisté en Canal +. Y nunca fue a nuestras fiestas. Francia ha caído en picado desde que le hicieron ministro del Interior en 2002. Ha creado un Estado policial. No se puede fumar en público; si bebes, te detienen; si te drogas, acabas en la cárcel. ¿Cuál será la próxima ocurrencia de Sarkozy? ¿Nos va a prohibir el foie?
Capaz de desnudarse en televisión, llegar borracho a un debate en la Academia o convertirse en consejero político del líder del Partido Comunista Francés Robert Hue en las presidenciales de 2002 (obtuvieron el 3,37% de los votos) y arrasar entre las veinteañeras del star system, Beigbeder es el mejor personaje de Beigbeder. Sus novelas están repletas de sus andanzas camufladas bajo los seudónimos de Oscar Dufresne, Octave Parango o Marc Marronier. Siempre un dandi cínico, cocainómano y sentimental. Con el elegante desaliño de su admirado Gainsbourg. París es el escenario. Su experiencia de dj, la banda musical. Su infancia, amores, prostitutas; su selecto guardarropa y hasta la carísima televisión Bang & Olufsen que preside el salón de su casa adornan las páginas de sus novelas. Es una mezcla de ficción y desgarrada autobiografía que el novelista Michel Houellebecq ha bautizado como autoficción prospectiva. Beigbeder resume ese ejercicio literario comparando a sus Octave Parango y Marc Marronier con el Harry Chinaski de Bukowski; el Nathan Zuckerman de Philip Roth o el Dick Diver de Scott Fitzgerald. "Un escritor debe correr el riesgo de desnudarse; ésta es una época en que la literatura debe romper las reglas de lo bien visto por la sociedad. Amo la literatura de confesión. Pero nunca hay un Frédéric en mis novelas; hay un Marc o un Octave. Uso mi intimidad dentro de unos acontecimientos ficticios. Soy y no soy". -
Frédéric Beigbeder. Socorro, perdón.Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2008. 256 páginas. 17 euros.
La crisis de la ficción científica
Una galaxia que se apaga
JACINTO ANTÓN El País, Babelia. 19/07/2008
El futuro parece ya demasiado cerca para imaginarlo. La literatura de ciencia-ficción pasa por una crisis achacable a los nuevos hábitos culturales, aunque el género funciona en otros formatos. Los viejos maestros desaparecen y no surgen nombres a su altura.
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana
Clarke ha muerto, Ballard padece cáncer y Bradbury, con 88 años, pide que sus cenizas se esparzan en Marte
"Las crisis en la ciencia-ficción son cíclicas, pero ahora es más serio, me temo", afirma Miquel Barceló
Como la narrativa erótica, la ciencia-ficción ha desbordado el género propiamente dicho y tiñe otras literaturas
La crisis no afecta a la fantasía, que funciona de lo lindo como prueban las novelas de Sapkowski y Georges R. R. Martin
... snif.
La ciencia-ficción está de capa caída, un manto más oscuro que el de Darth Vader parece haber caído sobre nuestro querido género, en el terreno literario. La muerte y el crepúsculo se han adueñado de los viejos grandes maestros: el risueño Arthur C. Clarke ha fallecido (adieu Rama), JG Ballard se enfrenta a su personal apocalipsis en forma de cáncer y Ray Bradbury, a punto de cumplir 88 años, estruja su melancolía soñando con que esparcirán sus cenizas en los desiertos de Marte. Ya no están con nosotros Stanislaw Lem, Zelazny, Heinlein, Asimov... Son unos ancianos Aldiss, Pohl, Harry Harrison. No se ve surgir nombres a la altura de aquellos grandes que desaparecen. Muchos buenos autores se pasan a la fantasía. Ursula K. Le Guin acaba de publicar en Estados Unidos Lavinia, ¡una relectura de la Eneida contada por una mujer! Pero es que además, y esto es lo peor, nadie parece leer ya ciencia-ficción. Las colecciones languidecen. Editoriales que se lanzaron a publicar sellos nuevos, confiadas en un boom como el de la historia militar, se replantean la decisión. Los aficionados de siempre aparecen como aquellos vagabundos solitarios de Fahrenheit 451 que deambulaban como fantasmas con los viejos libros memorizados buscando infructuosamente a alguien a quien traspasar el legado. ¿Alguien ha oído hablar de La Fundación? ¿Qué ha sido de los Heechees? ¿Queda vida en el superjoviano planeta Mesklin, aunque sea vida muy aplastada por la gravedad?
El futuro ya no es lo que era. Clarke, al que le gustaba hacer profecías científicas, había vaticinado alegremente para este julio de 2008 (véase Greetings, carbon-based bipeds, Harper Collins, 2000) que en su ochenta cumpleaños Kubrick recibiría un Oscar especial de Hollywood. Claro que también veía al príncipe Harry en 2013 en el espacio (de momento ha estado en Afganistán) y a él mismo en su centenario (16 de diciembre de 2017) alojado en el hotel espacial Hilton Orbiter... Pobrecillo, que los Superseñores de El fin de la infancia le tengan en su seno.
En fin, no sigamos poniéndonos nostálgicos. ¿Qué le pasa a la ciencia-ficción? ¿Está realmente mal la cosa?
Miquel Barceló, editor de la legendaria colección Nova, veterano fan del género, autor de una obra de referencia sobre éste (Ciencia-ficción, guía de lectura, Nova, 1990, de la que todos esperamos ansiosamente su anunciada puesta al día: ¡vamos Miquel!) y profesor en la Facultad de Informática de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC), responde con un gesto elocuente: en la cafetería de la UPC, tan vacía en estos días veraniegos como un club de admiradores de Hal Clements -el más duro de la SF dura, muerto, por cierto, hélas, en 2003-, inclina el pulgar hacia abajo. "En la historia de la ciencia-ficción hay épocas de vacas gordas y de vacas flacas. Ésta es de flacas. Es algo cíclico. Pero ahora es más serio, mucho más serio, me temo".
Barceló, factótum del veterano premio UPC del género, hace una pausa dramática. La cafetera del bar aprovecha para emitir un ruido ominoso que recuerda los servomecanismos de los marcianos en La guerra de los mundos mientras se enciende una lucecita que sugiere el inquietante ojo escrutador de Hal (por cierto, ¿recuerdan la frase del supercomputador en 2001, una odisea del espacio?: "Tenemos un problema", ¡Clarke se adelantó dos años al leitmotiv del Apolo XIII!; parafraseémoslo: Ciencia-ficción, tenemos un problema). "La ciencia-ficción está yendo a menos. Es un hecho. En Estados Unidos hay un cambio de nombres y los nuevos no son conocidos, no logran un reconocimiento como antes. Aquí nadie se atreve a publicarlos. Las cifras de venta caen. En España, a la mitad. Ha habido un exceso de oferta en los últimos años que ha saturado el mercado, y a eso hay que añadir ahora una falta de demanda".
El especialista tiene una teoría sobre lo que está pasando -y que a él como editor le ha llevado a recortar su número de títulos-. Son varias las razones que llevan al declive del género en su faceta literaria. "El lector de ciencia-ficción típico es una persona interesada, en mayor o menor grado, en temas tecnológicos. Es una persona que pasa mucho tiempo en internet y ese tiempo ya no lo dedica a leer. Y está el audiovisual. El aficionado a la ciencia-ficción, al que siempre le han encantado las películas, encuentra un acceso ilimitado a ellas y a las series de televisión del género en la red, puede bajarse lo que quiera y verlo tranquilamente en casa. En referencia a la televisión, estamos hablando de muchas horas: las diez temporadas de Stargate SG 1, las cuatro de Stargate Atlantis, todos los capítulos de Battlestar Galactica, Star Trek
... ¿Cuánto tiempo significa eso de recorte de lectura?".
Lo paradójico es que bastante gente sigue interesada genéricamente en la ciencia-ficción, pero no en los libros, sino en otros soportes. Como en el cine. Aunque es difícil encontrar en los últimos tiempos alguna película que compita por el título de la mejor del género o que haya influido tanto como lo hizo en su día, por ejemplo, la Matrix de los Wachowski (1999: ¡hace ya nueve años!).
Otro fenómeno que perjudica a la ciencia-ficción, apunta Barceló, es que muchos de los temas clásicos del género forman parte hoy de nuestra vida cotidiana y ya no los percibimos como tales. La bioingeniería, por ejemplo, la inteligencia artificial o la continua revolución en las comunicaciones. Eso ya no nos parece ficción, sino pura ciencia. En general, la especulación parece haber perdido el sentido que tenía antes. El mañana se está comiendo el futuro. "La realidad deja obsoleta pronto cualquier predicción o hace ridículos los escenarios imaginados. Por eso una buena parte del género se dedica desde hace tiempo al futuro cercano, inmediato, más controlable, como hizo Gibson con Neuromante (Minotauro) y como ha hecho el ciberpunk. El futuro lejano interesa menos". Gibson predijo en 1984 el ciberespacio como una realidad virtual consensuada por los usuarios que accedían a él mentalmente a través de la interfaz cerebral con el ordenador. Es verdad que algunos lugares más allá de la pantalla en los que se meten hoy en día nuestros adolescentes no resultan menos complejos y siniestros que los escenarios de Neuromante, Conde Zero o Mona Lisa acelerada...
"Si nos fijamos en los autores clásicos que mejor continúan funcionando, dentro de la crisis", apunta el estudioso, "son los de la ciencia-ficción más cercana, los de los mundos interiores, personales, obsesivos, muchas veces mundos enajenados, insanos, autores de los que atrae, más que la ciencia, la complejidad psicológica, muy interesante para la gente de hoy. Escritores como Philip K. Dick o Ballard. Significativamente, son autores que, como en el caso de Ballard, han ido saliéndose del género o creándose un lector propio".
Ballard, no lo olvidemos, capaz de revelar lo abismal que puede ser una piscina, vacía, es el hombre que ha dicho que el único planeta realmente extraño es la Tierra -no en balde pasó la II Guerra Mundial en el campo de prisioneros japonés de Lunghua con compatriotas que se negaban a desprenderse de sus palos de cricket-, y que es el espacio interior, no el exterior, el que ha de explorarse (Guía del usuario para el nuevo milenio, ensayos y reseñas, Minotauro, 2002).
"Hay un cambio cultural: creo que podríamos vaticinar la muerte de la ciencia-ficción por disolución en el contexto", continúa Barceló. Como decíamos, el mañana está tan cerca que se come la ciencia-ficción. Quién hubiera dicho que el cambio climático, por ejemplo, que ha inspirado sensacionales novelas como El mundo sumergido (1962) o La sequía (1964) -ambas en Minotauro-, por no salir de Ballard, se convertiría en un tema esencial de la actualidad inmediata.
Un síntoma de esa disolución de la ciencia-ficción es cómo la literatura generalista está apropiándose de obras que hace unos años se hubieran publicado en colecciones del género y con esa etiqueta. "La literatura digamos convencional se ha permeabilizado a los contenidos de ciencia-ficción de una manera que parecía impensable. Se han roto muchas barreras. Pasó con Criptonomicón (Ediciones B, tres volúmenes), de Neal Stephenson, publicitado como libro para hackers y muy vendido. Se intenta con Spin (Omicron, 2008), de Robert Charles Wilson (sobre un escudo misterioso instalado por unos alienígenas en torno a la Tierra), presentado como matrimonio entre la ciencia-ficción hard y la novela literaria y que ganó el Premio Hugo en 2006". Otro caso es el de Greg Bear (1951), uno de los grandes nombres actuales, un tipo tan del género que hasta se casó con la hija de Poul Anderson. Bear, autor, de Eon (Ultramar, 1988) -alucinante revisión del tema clásico del asteroide o mundo hueco- y uno de los continuadores de la saga de La Fundación asimoviana (Fundación y caos, Nova, 1999), se pasó en su último libro, Quantico (Harper Collins, 2005, en España lo publicará Ediciones B, fuera de la colección especializada Nova), al technothriller, con mezcla de biotecnología y política. Del antes citado Stephenson se ha publicado Interfaz (Nova, 2007), una novela del mismo estilo escrita a medias por el autor con su tío, un profesor de Ciencias Políticas, y que trata sobre un presidente de Estados Unidos al que le implantan un chip en el cerebro. Richard Morgan (autor de Carbono alterado, Minotauro), ha ganado el Arthur C. Clarke a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en el Reino Unido en 2007 por Black Man, un thriller, de nuevo, sobre genética. "El technothriller está por todas partes", señala Barceló mirando alrededor con aire alerta como si estuviéramos en El día de los trífidos.
Una clara evidencia de la mencionada permeabilidad de fronteras es que le hayan dado el Nebula, otro de los grandes galardones del género, a El sindicato de policía yiddish, nada menos, de alguien a quien la gente relaciona tan poco con la ciencia-ficción como Michel Chabon. Es cierto que la novela es una distopía -una utopía negativa- en la que Israel ha quedado colapsado en 1948 y los judíos europeos han debido establecerse en Alaska, que ya es tema. En España la ha publicado Mondadori. En buena manera, como ha señalado muy ingeniosamente un colega, la ciencia-ficción está siguiendo los pasos de la narrativa erótica, que ha desbordado el género estricto salpicándolo todo, y perdón por la imagen. La ciencia-ficción, podría decirse, está perdiendo su identidad genérica.
Encontramos, pues, ciencia-ficción por todas partes: en los numerosos thrillers biotecnológicos que han proliferado en las colecciones de best sellers, por ejemplo. "Pero la buena ciencia-ficción", considera Barceló, "en última instancia pierde en esos formatos. Domingo Santos, el gran padre teórico del género entre nosotros, decía que la ciencia-ficción no puede ser editada en España por editoriales grandes porque tiene un clarísimo tope de mercado y eso hace impacientarse, frustrarse y desanimarse a las empresas que buscan muchos beneficios. En este país han funcionado tradicionalmente las pequeñas editoriales, de las que ahora son ejemplo Bibliópolis, La Factoría de Ideas, Gigamesh..., que publican quizá dos mil ejemplares por norma de cada título y cuidan más sus programaciones". Un problema grave para la salud de la literatura de ciencia-ficción es que el lector típico del género, que era muy coleccionista, muy seguidor de las colecciones y solía comprarse todos los títulos de sus favoritas, ha dejado de serlo. "Antes vivíamos mucho de ese lector que compraba todo lo que publicabas, que quería estar al día, seguir contigo las vicisitudes del género. Ese lector casi ha desaparecido".
Para más inri, diríase que la ciencia-ficción ha perdido punch social, parte de lo que era su función en nuestra sociedad. "La ciencia-ficción clásica hablaba de un futuro lejano. Hoy parece no tener sentido la gran especulación. Las cosas cambian demasiado deprisa. Los sueños de un futuro lejano pierden rápidamente verosimilitud. La realidad lo deja casi todo obsoleto en veinte años".
La ciencia-ficción escrita, por otro lado, parece haberse alejado, a diferencia de la fantasía, del lector que busca más la evasión, un lector al que quizá no le apetece tanto meterse en novelas que requieren una honda formación científica. "Es cierto que Asimov y Clarke, de los que ahora muchos fans de la ciencia-ficción echan pestes, escribían tan sencillito que llegaban a todo el mundo. Recuerdo haber leído algo sobre un estudio literario acerca de los tropos y metáforas en la obra de Asimov y que concluía que no los hay".
Otro elemento distorsionador es que en la actualidad la narrativa para jóvenes se ha convertido en un género con carta de naturaleza propia, mientras que antes, a falta de esos productos específicos (el paradigma sería Harry Potter), si exceptuamos la inefable Enid Blyton y sus epifenómenos, la ciencia-ficción (como la gran narrativa de aventuras) era una iniciación a la lectura para muchos jóvenes, que luego permanecían en él. O sea, que no se crea público de futuro. Curiosamente, algunos clásicos de la ciencia-ficción de los setenta que se prestan a ello están siendo reeditados para el público joven, presentados como género fantástico en un sentido amplio. Es el caso de la hermosa saga de los dragoneros de Pern, de Anne MacCaffrey -historia ambientada en una lejana colonia de la Tierra en la que los humanos han aprendido a operar simbióticamente con criaturas telepáticas semejantes a dragones en lucha contra una amenaza alienígena-, cuya trilogía original editó Acervo en 1977 y acaba de reeditar ahora Roca editorial, ¡en la estela del fenómeno Eragorn!
Hoy en día la iniciación en la ciencia-ficción es mucho más difícil. Paradójicamente, los jóvenes tecnológicamente más punteros de la historia se están perdiendo un género literario que parece hecho para ellos.
Llegados a este punto, ¿podemos dar algunas notas de optimismo? Bueno, la ciencia-ficción interesa en cine, en parte gracias a que a Willie Smith le gusta el género. En ensayo encontramos que el Premio Anagrama de la categoría lo ha ganado este año Descenso literario a los infiernos demográficos, de Andreu Domingo, un libro sobre las distopías, con muchísimas referencias a la ciencia-ficción. Las convenciones, foros y encuentros del género siguen reuniendo a mucha gente -en Valencia uno sobre la La guerra de las galaxias logró un éxito al traer al actor Garrick Hagon, intérprete de uno de los pilotos colegas de Luke Skywalker, Biggs Darklighter (Rojo Tres), caído en el ataque a la Estrella de la Muerte-. Una de las grandes exposiciones de la temporada y que se inaugura el próximo día 22 en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) está dedicada a Ballard. Y, sin duda, se están publicando, pese a todo, buenos títulos del género. Quien firma estas líneas, sin ir más lejos, ha leído recientemente un par de novelas muy sugerentes, La vieja guardia, de John Scalzi (Minotauro), con unas entrañables tropas del espacio de la tercera edad, y Camuflaje, del viejo amigo Joe Haldeman (Omicrón), que sin ser nada del otro mundo (!) te devuelve el entretenimiento de aquellos viejos clásicos con los que aprendimos a amar el género (trata sobre dos extraterrestres capaces de modificar su aspecto enfrentados en la Tierra).
Y la crisis, y esto es un consuelo, no afecta a la fantasía, un género hermano que funciona de lo lindo. Que se lo digan a Bibliópolis, que triunfa con el polaco Sapkowski y su brujo cazador de monstruos, Geralt de Rivia. O a Alejo Cuervo, editor de Gigamesh, que pasea estos días bajo palio por España al gran Georges R. R. Martin (autor, por cierto, de una de las novelas más conmovedoras jamás escritas de la ciencia-ficción, Muerte de la luz, historia de un amor imposible en un planeta condenado, reeditada por Gigamesh, que reedita también la bellísima novela de vampiros y amistad Sueño del Fevre). Martin ha conseguido unas ventas y una popularidad extraordinarias en España con su larga serie de Fantasía Canción de hielo y fuego.
La ciencia-ficción, para acabar, sigue siendo, pese a todo, como recalca Barceló, el género mejor para explicar el presente con especulaciones sobre nuestro futuro. Sólo la ciencia-ficción nos permite imaginar las consecuencias indeseables del presente. Es nuestra mejor herramienta y no deberíamos perderla. -
JACINTO ANTÓN El País, Babelia. 19/07/2008
El futuro parece ya demasiado cerca para imaginarlo. La literatura de ciencia-ficción pasa por una crisis achacable a los nuevos hábitos culturales, aunque el género funciona en otros formatos. Los viejos maestros desaparecen y no surgen nombres a su altura.
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana
Clarke ha muerto, Ballard padece cáncer y Bradbury, con 88 años, pide que sus cenizas se esparzan en Marte
"Las crisis en la ciencia-ficción son cíclicas, pero ahora es más serio, me temo", afirma Miquel Barceló
Como la narrativa erótica, la ciencia-ficción ha desbordado el género propiamente dicho y tiñe otras literaturas
La crisis no afecta a la fantasía, que funciona de lo lindo como prueban las novelas de Sapkowski y Georges R. R. Martin
... snif.
La ciencia-ficción está de capa caída, un manto más oscuro que el de Darth Vader parece haber caído sobre nuestro querido género, en el terreno literario. La muerte y el crepúsculo se han adueñado de los viejos grandes maestros: el risueño Arthur C. Clarke ha fallecido (adieu Rama), JG Ballard se enfrenta a su personal apocalipsis en forma de cáncer y Ray Bradbury, a punto de cumplir 88 años, estruja su melancolía soñando con que esparcirán sus cenizas en los desiertos de Marte. Ya no están con nosotros Stanislaw Lem, Zelazny, Heinlein, Asimov... Son unos ancianos Aldiss, Pohl, Harry Harrison. No se ve surgir nombres a la altura de aquellos grandes que desaparecen. Muchos buenos autores se pasan a la fantasía. Ursula K. Le Guin acaba de publicar en Estados Unidos Lavinia, ¡una relectura de la Eneida contada por una mujer! Pero es que además, y esto es lo peor, nadie parece leer ya ciencia-ficción. Las colecciones languidecen. Editoriales que se lanzaron a publicar sellos nuevos, confiadas en un boom como el de la historia militar, se replantean la decisión. Los aficionados de siempre aparecen como aquellos vagabundos solitarios de Fahrenheit 451 que deambulaban como fantasmas con los viejos libros memorizados buscando infructuosamente a alguien a quien traspasar el legado. ¿Alguien ha oído hablar de La Fundación? ¿Qué ha sido de los Heechees? ¿Queda vida en el superjoviano planeta Mesklin, aunque sea vida muy aplastada por la gravedad?
El futuro ya no es lo que era. Clarke, al que le gustaba hacer profecías científicas, había vaticinado alegremente para este julio de 2008 (véase Greetings, carbon-based bipeds, Harper Collins, 2000) que en su ochenta cumpleaños Kubrick recibiría un Oscar especial de Hollywood. Claro que también veía al príncipe Harry en 2013 en el espacio (de momento ha estado en Afganistán) y a él mismo en su centenario (16 de diciembre de 2017) alojado en el hotel espacial Hilton Orbiter... Pobrecillo, que los Superseñores de El fin de la infancia le tengan en su seno.
En fin, no sigamos poniéndonos nostálgicos. ¿Qué le pasa a la ciencia-ficción? ¿Está realmente mal la cosa?
Miquel Barceló, editor de la legendaria colección Nova, veterano fan del género, autor de una obra de referencia sobre éste (Ciencia-ficción, guía de lectura, Nova, 1990, de la que todos esperamos ansiosamente su anunciada puesta al día: ¡vamos Miquel!) y profesor en la Facultad de Informática de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC), responde con un gesto elocuente: en la cafetería de la UPC, tan vacía en estos días veraniegos como un club de admiradores de Hal Clements -el más duro de la SF dura, muerto, por cierto, hélas, en 2003-, inclina el pulgar hacia abajo. "En la historia de la ciencia-ficción hay épocas de vacas gordas y de vacas flacas. Ésta es de flacas. Es algo cíclico. Pero ahora es más serio, mucho más serio, me temo".
Barceló, factótum del veterano premio UPC del género, hace una pausa dramática. La cafetera del bar aprovecha para emitir un ruido ominoso que recuerda los servomecanismos de los marcianos en La guerra de los mundos mientras se enciende una lucecita que sugiere el inquietante ojo escrutador de Hal (por cierto, ¿recuerdan la frase del supercomputador en 2001, una odisea del espacio?: "Tenemos un problema", ¡Clarke se adelantó dos años al leitmotiv del Apolo XIII!; parafraseémoslo: Ciencia-ficción, tenemos un problema). "La ciencia-ficción está yendo a menos. Es un hecho. En Estados Unidos hay un cambio de nombres y los nuevos no son conocidos, no logran un reconocimiento como antes. Aquí nadie se atreve a publicarlos. Las cifras de venta caen. En España, a la mitad. Ha habido un exceso de oferta en los últimos años que ha saturado el mercado, y a eso hay que añadir ahora una falta de demanda".
El especialista tiene una teoría sobre lo que está pasando -y que a él como editor le ha llevado a recortar su número de títulos-. Son varias las razones que llevan al declive del género en su faceta literaria. "El lector de ciencia-ficción típico es una persona interesada, en mayor o menor grado, en temas tecnológicos. Es una persona que pasa mucho tiempo en internet y ese tiempo ya no lo dedica a leer. Y está el audiovisual. El aficionado a la ciencia-ficción, al que siempre le han encantado las películas, encuentra un acceso ilimitado a ellas y a las series de televisión del género en la red, puede bajarse lo que quiera y verlo tranquilamente en casa. En referencia a la televisión, estamos hablando de muchas horas: las diez temporadas de Stargate SG 1, las cuatro de Stargate Atlantis, todos los capítulos de Battlestar Galactica, Star Trek
... ¿Cuánto tiempo significa eso de recorte de lectura?".
Lo paradójico es que bastante gente sigue interesada genéricamente en la ciencia-ficción, pero no en los libros, sino en otros soportes. Como en el cine. Aunque es difícil encontrar en los últimos tiempos alguna película que compita por el título de la mejor del género o que haya influido tanto como lo hizo en su día, por ejemplo, la Matrix de los Wachowski (1999: ¡hace ya nueve años!).
Otro fenómeno que perjudica a la ciencia-ficción, apunta Barceló, es que muchos de los temas clásicos del género forman parte hoy de nuestra vida cotidiana y ya no los percibimos como tales. La bioingeniería, por ejemplo, la inteligencia artificial o la continua revolución en las comunicaciones. Eso ya no nos parece ficción, sino pura ciencia. En general, la especulación parece haber perdido el sentido que tenía antes. El mañana se está comiendo el futuro. "La realidad deja obsoleta pronto cualquier predicción o hace ridículos los escenarios imaginados. Por eso una buena parte del género se dedica desde hace tiempo al futuro cercano, inmediato, más controlable, como hizo Gibson con Neuromante (Minotauro) y como ha hecho el ciberpunk. El futuro lejano interesa menos". Gibson predijo en 1984 el ciberespacio como una realidad virtual consensuada por los usuarios que accedían a él mentalmente a través de la interfaz cerebral con el ordenador. Es verdad que algunos lugares más allá de la pantalla en los que se meten hoy en día nuestros adolescentes no resultan menos complejos y siniestros que los escenarios de Neuromante, Conde Zero o Mona Lisa acelerada...
"Si nos fijamos en los autores clásicos que mejor continúan funcionando, dentro de la crisis", apunta el estudioso, "son los de la ciencia-ficción más cercana, los de los mundos interiores, personales, obsesivos, muchas veces mundos enajenados, insanos, autores de los que atrae, más que la ciencia, la complejidad psicológica, muy interesante para la gente de hoy. Escritores como Philip K. Dick o Ballard. Significativamente, son autores que, como en el caso de Ballard, han ido saliéndose del género o creándose un lector propio".
Ballard, no lo olvidemos, capaz de revelar lo abismal que puede ser una piscina, vacía, es el hombre que ha dicho que el único planeta realmente extraño es la Tierra -no en balde pasó la II Guerra Mundial en el campo de prisioneros japonés de Lunghua con compatriotas que se negaban a desprenderse de sus palos de cricket-, y que es el espacio interior, no el exterior, el que ha de explorarse (Guía del usuario para el nuevo milenio, ensayos y reseñas, Minotauro, 2002).
"Hay un cambio cultural: creo que podríamos vaticinar la muerte de la ciencia-ficción por disolución en el contexto", continúa Barceló. Como decíamos, el mañana está tan cerca que se come la ciencia-ficción. Quién hubiera dicho que el cambio climático, por ejemplo, que ha inspirado sensacionales novelas como El mundo sumergido (1962) o La sequía (1964) -ambas en Minotauro-, por no salir de Ballard, se convertiría en un tema esencial de la actualidad inmediata.
Un síntoma de esa disolución de la ciencia-ficción es cómo la literatura generalista está apropiándose de obras que hace unos años se hubieran publicado en colecciones del género y con esa etiqueta. "La literatura digamos convencional se ha permeabilizado a los contenidos de ciencia-ficción de una manera que parecía impensable. Se han roto muchas barreras. Pasó con Criptonomicón (Ediciones B, tres volúmenes), de Neal Stephenson, publicitado como libro para hackers y muy vendido. Se intenta con Spin (Omicron, 2008), de Robert Charles Wilson (sobre un escudo misterioso instalado por unos alienígenas en torno a la Tierra), presentado como matrimonio entre la ciencia-ficción hard y la novela literaria y que ganó el Premio Hugo en 2006". Otro caso es el de Greg Bear (1951), uno de los grandes nombres actuales, un tipo tan del género que hasta se casó con la hija de Poul Anderson. Bear, autor, de Eon (Ultramar, 1988) -alucinante revisión del tema clásico del asteroide o mundo hueco- y uno de los continuadores de la saga de La Fundación asimoviana (Fundación y caos, Nova, 1999), se pasó en su último libro, Quantico (Harper Collins, 2005, en España lo publicará Ediciones B, fuera de la colección especializada Nova), al technothriller, con mezcla de biotecnología y política. Del antes citado Stephenson se ha publicado Interfaz (Nova, 2007), una novela del mismo estilo escrita a medias por el autor con su tío, un profesor de Ciencias Políticas, y que trata sobre un presidente de Estados Unidos al que le implantan un chip en el cerebro. Richard Morgan (autor de Carbono alterado, Minotauro), ha ganado el Arthur C. Clarke a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en el Reino Unido en 2007 por Black Man, un thriller, de nuevo, sobre genética. "El technothriller está por todas partes", señala Barceló mirando alrededor con aire alerta como si estuviéramos en El día de los trífidos.
Una clara evidencia de la mencionada permeabilidad de fronteras es que le hayan dado el Nebula, otro de los grandes galardones del género, a El sindicato de policía yiddish, nada menos, de alguien a quien la gente relaciona tan poco con la ciencia-ficción como Michel Chabon. Es cierto que la novela es una distopía -una utopía negativa- en la que Israel ha quedado colapsado en 1948 y los judíos europeos han debido establecerse en Alaska, que ya es tema. En España la ha publicado Mondadori. En buena manera, como ha señalado muy ingeniosamente un colega, la ciencia-ficción está siguiendo los pasos de la narrativa erótica, que ha desbordado el género estricto salpicándolo todo, y perdón por la imagen. La ciencia-ficción, podría decirse, está perdiendo su identidad genérica.
Encontramos, pues, ciencia-ficción por todas partes: en los numerosos thrillers biotecnológicos que han proliferado en las colecciones de best sellers, por ejemplo. "Pero la buena ciencia-ficción", considera Barceló, "en última instancia pierde en esos formatos. Domingo Santos, el gran padre teórico del género entre nosotros, decía que la ciencia-ficción no puede ser editada en España por editoriales grandes porque tiene un clarísimo tope de mercado y eso hace impacientarse, frustrarse y desanimarse a las empresas que buscan muchos beneficios. En este país han funcionado tradicionalmente las pequeñas editoriales, de las que ahora son ejemplo Bibliópolis, La Factoría de Ideas, Gigamesh..., que publican quizá dos mil ejemplares por norma de cada título y cuidan más sus programaciones". Un problema grave para la salud de la literatura de ciencia-ficción es que el lector típico del género, que era muy coleccionista, muy seguidor de las colecciones y solía comprarse todos los títulos de sus favoritas, ha dejado de serlo. "Antes vivíamos mucho de ese lector que compraba todo lo que publicabas, que quería estar al día, seguir contigo las vicisitudes del género. Ese lector casi ha desaparecido".
Para más inri, diríase que la ciencia-ficción ha perdido punch social, parte de lo que era su función en nuestra sociedad. "La ciencia-ficción clásica hablaba de un futuro lejano. Hoy parece no tener sentido la gran especulación. Las cosas cambian demasiado deprisa. Los sueños de un futuro lejano pierden rápidamente verosimilitud. La realidad lo deja casi todo obsoleto en veinte años".
La ciencia-ficción escrita, por otro lado, parece haberse alejado, a diferencia de la fantasía, del lector que busca más la evasión, un lector al que quizá no le apetece tanto meterse en novelas que requieren una honda formación científica. "Es cierto que Asimov y Clarke, de los que ahora muchos fans de la ciencia-ficción echan pestes, escribían tan sencillito que llegaban a todo el mundo. Recuerdo haber leído algo sobre un estudio literario acerca de los tropos y metáforas en la obra de Asimov y que concluía que no los hay".
Otro elemento distorsionador es que en la actualidad la narrativa para jóvenes se ha convertido en un género con carta de naturaleza propia, mientras que antes, a falta de esos productos específicos (el paradigma sería Harry Potter), si exceptuamos la inefable Enid Blyton y sus epifenómenos, la ciencia-ficción (como la gran narrativa de aventuras) era una iniciación a la lectura para muchos jóvenes, que luego permanecían en él. O sea, que no se crea público de futuro. Curiosamente, algunos clásicos de la ciencia-ficción de los setenta que se prestan a ello están siendo reeditados para el público joven, presentados como género fantástico en un sentido amplio. Es el caso de la hermosa saga de los dragoneros de Pern, de Anne MacCaffrey -historia ambientada en una lejana colonia de la Tierra en la que los humanos han aprendido a operar simbióticamente con criaturas telepáticas semejantes a dragones en lucha contra una amenaza alienígena-, cuya trilogía original editó Acervo en 1977 y acaba de reeditar ahora Roca editorial, ¡en la estela del fenómeno Eragorn!
Hoy en día la iniciación en la ciencia-ficción es mucho más difícil. Paradójicamente, los jóvenes tecnológicamente más punteros de la historia se están perdiendo un género literario que parece hecho para ellos.
Llegados a este punto, ¿podemos dar algunas notas de optimismo? Bueno, la ciencia-ficción interesa en cine, en parte gracias a que a Willie Smith le gusta el género. En ensayo encontramos que el Premio Anagrama de la categoría lo ha ganado este año Descenso literario a los infiernos demográficos, de Andreu Domingo, un libro sobre las distopías, con muchísimas referencias a la ciencia-ficción. Las convenciones, foros y encuentros del género siguen reuniendo a mucha gente -en Valencia uno sobre la La guerra de las galaxias logró un éxito al traer al actor Garrick Hagon, intérprete de uno de los pilotos colegas de Luke Skywalker, Biggs Darklighter (Rojo Tres), caído en el ataque a la Estrella de la Muerte-. Una de las grandes exposiciones de la temporada y que se inaugura el próximo día 22 en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) está dedicada a Ballard. Y, sin duda, se están publicando, pese a todo, buenos títulos del género. Quien firma estas líneas, sin ir más lejos, ha leído recientemente un par de novelas muy sugerentes, La vieja guardia, de John Scalzi (Minotauro), con unas entrañables tropas del espacio de la tercera edad, y Camuflaje, del viejo amigo Joe Haldeman (Omicrón), que sin ser nada del otro mundo (!) te devuelve el entretenimiento de aquellos viejos clásicos con los que aprendimos a amar el género (trata sobre dos extraterrestres capaces de modificar su aspecto enfrentados en la Tierra).
Y la crisis, y esto es un consuelo, no afecta a la fantasía, un género hermano que funciona de lo lindo. Que se lo digan a Bibliópolis, que triunfa con el polaco Sapkowski y su brujo cazador de monstruos, Geralt de Rivia. O a Alejo Cuervo, editor de Gigamesh, que pasea estos días bajo palio por España al gran Georges R. R. Martin (autor, por cierto, de una de las novelas más conmovedoras jamás escritas de la ciencia-ficción, Muerte de la luz, historia de un amor imposible en un planeta condenado, reeditada por Gigamesh, que reedita también la bellísima novela de vampiros y amistad Sueño del Fevre). Martin ha conseguido unas ventas y una popularidad extraordinarias en España con su larga serie de Fantasía Canción de hielo y fuego.
La ciencia-ficción, para acabar, sigue siendo, pese a todo, como recalca Barceló, el género mejor para explicar el presente con especulaciones sobre nuestro futuro. Sólo la ciencia-ficción nos permite imaginar las consecuencias indeseables del presente. Es nuestra mejor herramienta y no deberíamos perderla. -
Suscribirse a:
Entradas (Atom)